Los periodistas crucificados

“Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: hoy he descubierto algo importante, pero… ¡lástima que no tenga tiempo para contarlo.” Así hablaba pocos días antes de su propio asesinato el Periodista Manuel Buendía.

Por: Miguel Blandino

Manuel escribía Red Privada para Excélsior, por entonces probablemente el diario en idioma español más importante en toda América Latina y quizás en el mundo.

Parafraseándolo diré que el destacado periodista había descubierto y empezado a desvelar algo importante pero… ¡lástima ya no le dieron tiempo para contarlo! Cuatro o cinco balazos, disparados contra su espalda por un triste sicario de porte y aspecto militar, lo dejaron tendido sobre la banqueta, frente al faro desde el que alumbrara por tantos días la oscurana de su México amado al que dedicaba su trabajo salvífico.

Al ordenar su muerte, los dueños del negocio del narcotráfico troncharon la labor de un hombre valiente pensando que de esa manera iban a amedrentar a esos tantos otros  compañeros del gremio que, como Buendía, le ponen el cascabel a un gato que pretende siempre andar por ahí presumiendo ser lo que no es, con sus carros de lujo, sus trajes carísimos y esas fragancias exquisitas con las que tratan de esconder sus almas putrefactas.

Lo mataron, sí, pero las paladas de tierra sobre su féretro fueron gritos que denunciaron a los autores. Desde aquel día de finales de mayo de 1984 mucha más gente conoce la trama que une como cómplices necesarios e indispensables a las agencias gubernamentales antidrogas con los presidentes de la República, legisladores, dueños de los partidos políticos, magistrados, jueces, fiscales, militares, policías, banqueros, especuladores de la bolsa de valores, artistas y promotores artísticos, conductores de radio y televisión y empresarios de medios de comunicación con los miserables campesinos semianalfabetas que encabezan las bandas de miserables jóvenes de barrios marginales, que son solo obreros de unas miserables empresas llamadas carteles, que operan al servicio del gran capital y del imperio como sistema y están bajo su protección.

Si los que fueron capturados, procesados, condenados y encarcelados fueron los autores intelectuales y materiales verdaderos del atentado de hace cuarenta años contra Manuel –y desde entonces contra muchos otros periodistas- nunca lo vamos a saber con toda certeza.

Pero de lo que sí que no nos queda ninguna duda desde ese día es que el narcotráfico constituye en cada uno de nuestros países una función principal del Estado en la que están involucrados en el liderazgo del negocio las familias oligárquicas y sus empleados de lujo.

Manuel había puesto las cartas sobre la mesa: en el negocio del narco estaban metidas desde las manos de las agencias del gobierno estadunidense hasta las del gobierno mexicano y esa hebra que estaba jalando conducía de modo directo a los dueños del país, gente “honorable” de la aristocracia nativa: la mano invisible que mueve la cuna de la nación que duerme plácidamente arrullada por el futbol y la música.

Manuel comenzaba a destapar a los personajes de la más truculenta historia en la que, en ese momento culminante de la Guerra Fría, estaban combatiendo en Centroamérica los dos titanes del momento. Y las armas de uno de ellos eran precisamente los narcos al servicio de la CIA, agencia que participaba en esa guerra gracias a la inestimable e imprescindible contribución de otra agencia: la DEA.

Pocos años después, cuando los sandinistas derribaron el avión que pilotaba Eugene Hasenfus, se puso al descubierto toda la olla de miasma -el efluvio maligno- que chorreaba desde las cúpulas de la Casa Blanca de Ronald Reagan, el vencedor de la Guerra Fría. Pero esa es una historia que merece ser contada por separado.

A la hora que la radio dio a conocer la terrible noticia del cobarde asesinato de Manuel Buendía, me encontraba en mi escritorio del primer piso del edificio en la colonia Xoco,  donde funcionaba por aquel entonces la Federación Editorial Mexicana (FEM) de don Rogelio Villarreal Huerta, un veterano periodista que en esos días ya estaba retirado. Por cierto, don Rogelio era muy solidario con las luchas revolucionarias de los pueblos centroamericanos, desde cuando en junio de 1954, junto con otros colegas periodistas, compró armas y se dispusieron a viajar a Guatemala para defender al “Soldado de la Patria”, Jacobo Arbenz y su revolución truncada. No llegaron a tiempo.

“Mataron a Buendía”, gritó desde su banca del restirador Roge –el hijo de don Rogelio-. “A Manuel lo mataron los narcos”, completó Alberto, su hermano. “Los narcos, los narco militares y los narco políticos del PRI-gobierno” me aclaró Rogelio, el hijo fotógrafo del viejo.

La noticia me impresionó mucho, aunque yo no conocía a la víctima, pero sí sabía de la solidaridad del diario en donde trabajaba. Del Diario Excélsior guardaba recuerdos muy entrañables y una íntima  gratitud que databan de la época de mi clandestinidad, tiempo pretérito a la victoria popular de la guerra anti somocista en Nicaragua.

Conocí al Excélsior por el trabajo del periodista Mario Ruiz Redondo, quien estuvo en Nicaragua antes del triunfo de la Revolución Popular, meses antes de la insurrección, y dio a conocer las entrevistas que hizo entre los combatientes en plena clandestinidad.

Conocí a Mario por mi primo, Filadelfo Alemán Robleto, que por entonces estaba a cargo de la redacción del Diario La Prensa –la de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, no la antisandinista que heredó su hijo- y me sentí muy agradecido con el mexicano porque sentí que más que solo periodismo había solidaridad en aquel valiente profesional y su periódico.

Así es que la cobarde ejecución de Manuel Buendía fue impactante porque le tenía mucho respeto al diario y a sus trabajadores.

Meses después del crimen contra Buendía, me encontraba trabajando en la reconstrucción de los grupos de solidaridad con la revolución salvadoreña de los estudiantes tapatíos y afianzando la relación con su líder y financista, el Ingeniero Álvaro Ramírez Ladewig –el millonario que estaba detrás del Partido Revolucionario Socialista (PRS), controlaba a la Universidad de Guadalajara (UdG) y manejaba los hilos de la macabra Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), la de los primos y enemigos entre sí, Trino y Raúl Padilla-.

Todos aquellos personajes de la vida de la política tapatía eran francos admiradores y colaboradores del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) y de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) “Farabundo Martí”.

El Inge, como le decían a Ramírez Ladewig, era el más importante colaborador individual mexicano con que contaba la guerrilla salvadoreña de las FPL. No solo por lo que aportaba en efectivo, que era bastante, sino porque por su medio toda la Universidad de Guadalajara nos ayudaba material y profesionalmente: sus médicos y enfermeras iban a El Salvador a las zonas bajo control como personal médico guerrillero; imprimían en la Editorial Universitaria las revistas y boletines semanales de la Agencia Salvadoreña de Prensa (SALPRESS) de las FPL; nos daban un espacio en la Radio UdG; nos ayudaron a montar un hospital para lisiados de la guerrilla en la Ciudad de Guadalajara; empleaban como profesores en la UdG a algunos profesionales salvadoreños militantes de las FPL; y hasta nos permitían vender en los espacios universitarios la comida que producía un colectivo de militantes de las FPL que vivían en Guadalajara y Tlaquepaque.

Fue en esos días de intenso trabajo formando comités de solidaridad en las secundarias y bachilleratos cuando los narcos mataron a Enrique “Kiki” Camarena, el agente de la DEA que estaba infiltrado en el Cartel de Guadalajara de Don Neto y Rafael Caro Quintero. Ahí comencé a darme cuenta de la verdadera dimensión del poder del crimen organizado internacional y de su grado de penetración en la sociedad.

Estaban en todas partes, desde las cúpulas del poder ejecutivo hasta las policías municipales. Tenían copados todos los espacios, desde los tribunales hasta las cárceles. Su poder no conoce fronteras ni límites. Su dinero lo compra todo: desde pobres agricultores o jóvenes de las colonias populares hasta banqueros y grandes especuladores de los fondos de inversión que dispersan los dineros ya lavados.

Nosotros, el movimiento revolucionario, estábamos peleando contra la puntita del iceberg de un poder que es mundial: el gobierno de los narcos que abarca de norte a sur, todo el continente.

Las luchas revolucionarias de las guerrillas contra los gobiernos formales solo rasguñaban la superficie de un poder tan solo aparente, no el real. Detrás de las instituciones, encima del Estado, había una estructura de alcance internacional y de una capacidad de penetración que llegaba a todos los ámbitos de la sociedad, iglesias evangélicas incluidas.

Cuando iba a Guadalajara, me daban posada en la casa de Nacho, un profesor de la UdG, Sociólogo, estudioso del tema y cuñado de una muchacha que era agente de la policía estatal. Algunas noches, después de la cena, ambos me explicaban cómo funcionaba aquel entramado criminal.

Aquella familia le lavaba y planchaba la ropa a algunos agentes judiciales que no tenían familia en la ciudad. Con frecuencia la señora que lavaba encontraba billetes de dólares en las bolsas de los pantalones y camisas. No sabían si los agentes los dejaban a propósito ni por qué, pero sí estaban seguros todos en aquella casa de que esos dólares provenían del narco, del Cartel de Guadalajara. Daba miedo vivir ahí, tan cerca de un enemigo tan feroz.

Guadalajara no era ni de cerca la ciudad romántica de la canción bravía. Era la capital del crimen en México.

Hoy recordé a Manuel Buendía, no porque sea el aniversario de su vida o de su muerte, que son en mayo –o porque estamos en Cuaresma-, sino porque fue el periodista que destapó la cloaca en la que viven personajes como Juan Orlando Hernández, el ex presidente hallado culpable de narcotráfico por un juez neoyorquino.

Muchos periodistas, demasiados, han sido crucificados en estos cuarenta años, pero su labor ha servido para raspar la mugre en nuestras sociedades. Esos periodistas crucificados resucitan en su obra salvadora para redimir del pecado a sus pueblos que se encuentran arrodillados ante el poder del maligno que los gobierna.

Del mismo modo tengo fe que en El Salvador, la prensa libre, democrática y valiente, va a salvarnos de la política que protege al crimen organizado internacional. Así sea.

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