La expulsión de los pobres

En El Salvador la expulsión de los pobres es una política permanente del Estado, cuyo propósito exclusivo ha sido el de reducir presiones que pueden ser explosivas.

Por: Toño Nerio

La  combinación de dos variables fundamentales, a saber, demografía creciente y concentración de la riqueza, resultan en la nada despreciable contradicción –irresoluble por demás, dentro de una “democracia” tutelada por la oligarquía- que cíclicamente conduce a situaciones conflictivas.

Los destinos de los expulsados han variado de una época a otra pero, inicialmente, las migraciones se dirigieron hacia los propios países centroamericanos –Honduras, Guatemala y Nicaragua, para luego extenderse hasta Panamá y México. Durante los primeros años del conflicto armado de la década de 1980, esos destinos se mantuvieron casi invariables, con la única variación de la inclusión de Costa Rica, pero a partir del final de ese decenio Estados Unidos, Canadá, algunos países europeos y aun la impensable Australia, recibieron migrantes salvadoreños reubicados.

Los desplazados de la guerra, principalmente originarios de las zonas rurales, escenarios de los combates y de la política de tierra arrasada, nunca regresaron a sus lugares de origen –salvo por algunas pequeñas repoblaciones-, pues las condiciones en los países receptores eran cualitativamente mejores para el desarrollo de la vida que las que encontrarían en sus lugares nativos.

Las necesidades de reunificación familiar, lejos de hacerles volver, impulsaron a los primeros migrantes a tramitar el traslado de los rezagados hacia el destino al que ellos se habían desplazado durante la guerra o al que habían escogido para reubicarse.

Después de finalizado el conflicto armado, la densidad de población en El Salvador no volvió a su ritmo habitual sino que dio inicio a una tendencia hacia la estabilización, al alza siempre, pero con menos intensidad y, lo más grave, con un crecimiento entre los grupos de edades mayores: menos gente y más viejos que jóvenes.

Hasta aquí todo parece normal, natural. La gente huye de la represión, de la guerra, se queda afuera y se lleva a sus familiares para reunificarse y porque el otro sitio es mejor.

El problema aparece cuando ya sin conflicto y en pleno avance hacia una sociedad de leyes e instituciones, con evidentes avances democráticos, respeto a los Derechos Humanos, la población no deja de emigrar, no deja de huir del país.

Una encuesta realizada por la Asociación de Capacitación e Investigación para la Salud Mental (ACISAM) a inicios de la primera década del Siglo XXI revelaba que 7 de cada diez personas jóvenes tenía como propósito prioritario en sus vidas irse de El Salvador, en especial hacia los Estados Unidos.

Otro dato impactante del mismo año recabado por ACISAM: un grupo de treinta jóvenes que se graduaban de bachillerato del Instituto Nacional de la oriental ciudad de La Unión, celebró la finalización de sus estudios con una misa en la que el Te Deum ofrecido se conjugó con una petición de protección divina para los 29 muchachos y muchachas a los que el día siguiente un coyote o pollero iba a intentar conducir como indocumentados hasta los Estados Unidos la madrugada del día siguiente. Solo uno se quedó, no por patriotismo o “necionalismo”, sino porque era el único que no tenía familiares que le pagaran la peligrosa travesía.

Simultáneamente, otros profesionales y técnicos de ACISAM daban cuenta de pueblos y caseríos fantasmales en el norteño departamento de Chalatenango habitados casi exclusivamente por ancianos o enfermos.

Al mismo tiempo, datos semejantes eran acopiados por la organización española Ayuda en Acción en sus oficinas de campo en los departamentos orientales de Morazán y Usulután, los occidentales Sonsonate y Ahuachapán, y los centrales Cabañas y Cuscatlán.

Iguales reportes eran los que arrojaban los diagnósticos comunitarios de la Fundación para la Cooperación y el Desarrollo Comunal de El Salvador, conocida como CORDES, que centraba su trabajo en los departamentos de Chalatenango, San Vicente y La Paz.

Tres organizaciones dedicadas al desarrollo comunitario, desplegadas por todo el territorio nacional, de norte a sur, de oriente a occidente encontrando el mismo fenómeno simultáneamente.

En esos primeros años del siglo tal fenómeno no es atribuible a la existencia de pandillas, como pudo haber sido en la década siguiente. Ni la cobertura territorial de las pandillas ni su grado de letalidad eran similares a las que alcanzaron en los dos gobiernos del partido de izquierda FMLN. Probablemente inducidas por los narcos.

La migración en esos primeros años del siglo ya era realmente significativa, sin que la violencia social hubiera alcanzado los niveles de la década siguiente.

La demografía no miente. El año de 1992 había 5 millones y medio de habitantes, pero para 2024 –es decir 32 años después- apenas ha crecido en 800 mil personas. Extraordinario, porque en el país la población se duplicó entre 1950 y 1970 y la tendencia se mantenía cuando comenzó la guerra civil. ¿Por qué dejó de crecer?

Pero la cifra realmente estremecedora fue la del Ministerio de Educación, cuando dio los datos de la matrícula escolar de 2021, que fue de 1 millón 205 mil 669 estudiantes, si se sabe que era de 1 millón 245 mil 548 los inscritos al final de la guerra, en 1992: ¡39 mil 879 estudiantes menos!  Toda la lógica indica que deberían ser muchos más.

Es lícito, entonces, preguntarse si esta despoblación y envejecimiento de la población es un fenómeno normal, natural. O está siendo inducido deliberadamente, a sabiendas de los riesgos de vida para los migrantes indocumentados, que son la inmensa mayoría de los que abandonan para siempre el país.

Los migrantes indocumentados no hacen un viaje de placer cruzando los infiernos por el puro gusto por la aventura. No exponen a sus criaturas a los peligros de una travesía solo para fortalecerles el espíritu.

Huyen empujados porque hay un peligro inminente en su lugar de origen. Desde antes de las pandillas, durante su reinado de terror y, ahora, cuando bukele supuestamente tiene a todos los mareros presos, engrilletados de los tobillos y esposados de las muñecas y se jacta de que “nunca más volverán a ver la luz del día”.

¿Y entonces?, si la propaganda carísima de las agencias pagadas con el presupuesto general de la Nación dicen que El Salvador es un paraíso en el que se están haciendo hoteles de cinco estrellas para turistas de lujo, y toda la costa está siendo “liberada” de gente mal vestida y peor alimentada, si comunidades enteras están siendo despojadas de sus viviendas de siempre para aprovechar el agua del subsuelo para regar los verdes campos de golf y construir “resorts” maravillosos, ¿Por qué el Instituto Nacional de Migración de México contabiliza diariamente trescientos salvadoreños que cruzan la frontera sin documentos que acrediten su legal estancia? ¿Por qué no se quedan en el país que es gobernado por el hijo de dios?

Dos razones –sin que sean las únicas- me vienen rápido a la mente: primera, porque en el principado monaguesco que están construyendo los hermanos bukele no hay cabida para los que no tienen para pagar su derecho de piso; y, segunda, porque para mientras madura el principado y comienza a andar por sus propios pies, siempre van a seguir haciendo falta las remesas que envían quienes logran sobrevivir a la terrible y vil travesía y alcanzan el sueño americano de tener un sueldo mínimo gringo.

Los pobres solo le sirven a la oligarquía y a sus sirvientes de turno como trabajadores en el extranjero y proveedores de divisas frescas, libres de polvo y paja. Y, lo mejor, sin que los ricos tengan que arriesgar ni un peso de sus miles de millones en ninguna inversión productiva siempre riesgosa.

Despojados de su nacionalidad, impedidos de poder volver a poner sus pies en la tierra que los vio nacer, ahora solo sirven como legitimadores de un gobierno cuya embajadora ni los representa ni los quiere recibir. Pobres pobres expulsados.

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