El Salvador: desigualdad y represión

«Cuando ya nos hicieron creer que incluso pequeños cambios son imposibles, es cuando más se necesita de ese empuje creador y solidario», escribe Marc Cabanilles.

Por: Marc Cabanilles

El Salvador es un país con una historia tan convulsa, violenta y desgarradora, que merecería bastante más que un artículo periodístico para examinar los antecedentes históricos y el contexto social y, así, poder entender claramente la situación actual. Un territorio que, desde que Pedro de Alvarado (capitán de Hernán Cortes), invadió sus tierras en 1524, no ha dejado de sufrir en todas sus vertientes: humana, política, económica, cultural, religiosa.

El Salvador ha sido (y es) escenario durante siglos de una profunda desigualdad social y política, caracterizada por un represivo sistema oligárquico que marginó (y continúa marginando) a amplios sectores de la población. Entre asonadas militares, juntas cívico militares, consejos de gobierno revolucionarios, elecciones fraudulentas, seguidos en paralelo de numerosos intentos de reorganización del movimiento popular, se llega a la década de 1970, cuando aparece un nutrido movimiento guerrillero insurgente: Fuerzas Populares de Liberación (FPL), Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN), Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC) y Fuerzas Armadas de Liberación (FAL). Estas organizaciones hicieron hincapié en concienciar a la población del recurso a la vía armada como respuesta a la inexistencia del diálogo político y a la represión. Todo ello enmarcado en el avance del socialismo y el comunismo en medio de la Guerra Fría surgida entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

El fraude electoral de 1977, la persecución a la iglesia, el triunfo sandinista en julio de 1979, añadido al de la Revolución Cubana en 1959, dieron el definitivo impulso para que, en diciembre de 1979, las variadas organizaciones guerrilleras formaran la Coordinadora Política Militar (CPM), que dio origen, primero, al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), poco antes del asesinato del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, y seguidamente, a una cruenta guerra (75.000 muertos y desparecidos) entre 1980 y 1992.

En enero de 1992 se firmaron los Acuerdos de Paz, el intento reformista más ambicioso emprendido por la sociedad salvadoreña para conseguir una sociedad más abierta y democrática, si bien, el balance, treinta y dos años después, sigue siendo desalentador, pues aunque cerró una terrible época, a la fecha sigue pendiente la reparación de las víctimas, la indemnización económica a las familias afectadas y el enjuiciamiento de los responsables.

Y desde 1992, tras varias elecciones en que se alternaron los dos principales partidos (ARENA derecha y FMLN izquierda), en 2019 salió elegido presidente Nayib Bukele, antiguo militante del FMLN, expulsado del partido.

Y con él, siguiendo la tradición salvadoreña de autoritarismo, caudillismo, represión y legislaciones arbitrarias, se inaugura otro capítulo dictatorial, no basado en un golpe de estado o levantamiento militar, sino en un ambicioso e impecable programa de actuaciones unilaterales, apoyado por políticos y funcionarios acusados de corrupción, una clase empresarial cómoda con estos comportamientos, una oposición débil, desprestigiada, dividida y reprimida, y sobre todo, el apoyo de un extenso clan familiar acostumbrado a tener y disponer de mucho poder.

De cara al pueblo salvadoreño, el único avance es el de la seguridad ciudadana. El Salvador cerró 2023 con la tasa de homicidios más baja de la que hay registro desde los Acuerdos de Paz, alrededor de cuatro homicidios por cada 100.000 habitantes (eran 36 cuando asumió Bukele en 2019, siendo en la “pacífica” Costa Rica de 17 en 2023).

Eso se ha logrado en tres años, tras un proceso de ilegales y ocultas negociaciones del presidente Bukele con las bandas organizadas de delincuencia (maras) y con un duro estado de excepción que, abarcando los dos últimos años de legislatura, ha permitido a policías y soldados capturar a quienes consideraran sospechosos sin necesidad de respetar los protocolos habituales (incluso, para aumentar la popularidad presidencial, se establecieron cuotas semanales de detención de “posibles” sospechosos), siendo El Salvador el país con la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, con cerca del 1,4% de la población tras las rejas.

El precio de esa seguridad está siendo convertir El Salvador en un estado policial y militar, causando graves y numerosas violaciones de derechos humanos, una gran parte de población auto reprimida por miedo, decenas de muertes y sistematización de la tortura en cárceles, miles de inocentes encerrados durante meses o años, algunos de ellos posteriormente liberados sin ningún tipo de disculpa, reparación o indemnización.

Políticas alejadas de la realidad

En relación con otros aspectos (política, corrupción, autoritarismo, irrespeto a la población), todo son retrocesos. En política, El Salvador dejó de ser, formalmente, una democracia, puesto que ya no existe ningún contrapeso entre los distintos poderes del Estado. Desde 2021, la Asamblea Legislativa con mayoría absoluta de bukelistas ha renovado la Corte Suprema y la Fiscalia General con personajes afines y sumisos al presidente Bukele, avalando una inconstitucional candidatura presidencial, presentada violando hasta seis artículos de la propia Constitución salvadoreña que prohibe la reelección.

La corrupción es omnipresente, en un gobierno formado por parientes, exempleados de sus negocios, oscuros personajes de gobiernos anteriores, vicios del pasado, uso discrecional de la billetera secreta de la Presidencia, publicidad de obras no cumplidas.

Todo ello, agravado por la pandemia con miles de millones gastados sin control alguno, contratos otorgados a miembros del partido, familiares o proveedores sin experiencia alguna. Por supuesto, todo debidamente ocultado por la Asamblea Legislativa con mayoría absoluta de Bukele, que además ha retrasado en 7 años la posibilidad de investigar el gasto estatal.

Si a la nueva Corte Suprema y al nuevo Ministerio Público (Fiscalía), a medida y sumisos, añadimos el cierre de la Comisión de Investigación contra la Corrupción y la Impunidad, se entenderán los nulos obstáculos a los designios del presidente, la nula investigación sobre multitud de casos de corrupción y que El Salvador ocupe el lugar 116 de 180 en la clasificación de la Organización para la Transparencia Internacional.

El autoritarismo presidencial es otro de los sellos de identidad. Bukele negoció (y excarceló) clandestinamente con líderes pandilleros encarcelados, con el fin de mantener bajos los homicidios y tener apoyo de los criminales en las elecciones legislativas de 2021, donde el partido del presidente ganó la mayoría de diputaciones.

Existe un permanente ataque a la prensa independiente y a ciertas organizaciones sociales, con acusaciones sin pruebas de lavado de dinero, usando el espionaje con Pegasus o con la exigencia que ciertos periodistas abandonen el país.

El irrespeto social se manifiesta en actuaciones como la construcción de una macro biblioteca de 50 millones de dólares en la capital, obviando que un 60% del parque habitacional del país entra dentro de la precariedad, bien por hacinamiento, bien por falta de agua potable, por carecer de infraestructura sanitaria o materiales de construcción inadecuados. Un irrespeto inmoral sabiendo que cerca de tres millones de personas viven en el extranjero (el 83% en Estados Unidos), y son sus remesas las que mantienen el país, suponiendo un 21% del PIB.

Políticas alejadas de la realidad, cuando gasta millones en implantar la moneda digital bitcoin, cuando el analfabetismo absoluto ronda el 10% de la población, y el analfabetismo funcional (leen pero no entienden) es del 50%. Gastos irracionales cuando el índice de pobreza ha pasado del 28,5% en 2019 al 36% en 2021, siendo la pobreza extrema del 8,6%, con un 26,7% de hogares que no cubren sus necesidades alimentarias (el sueldo básico es de 12 dólares al dia), o los 1,3 millones de personas, entre de 4 a 29 años (47,4 %) que no asisten a ninguna escuela.

Por no hablar de otros aspectos relevantes en la vida social salvadoreña, como es el mantenimiento de una de las legislaciones de interrupción del embarazo más restrictivas en el mundo: lo criminaliza en todos los casos e impone penas desproporcionadas a las mujeres y al personal médico. O el nulo interés por rescatar la lengua indígena Nahuat, en peligro de desaparecer. O el calificar los Acuerdos de Paz de 1992 como una farsa.

Ante ese panorama desalentador, la rapidez y contundencia con que reaccionaron otros países democráticos apoyando a la oposición en Venezuela, Nicaragua o Bolivia contrasta con el escalofriante silencio que guardan en El Salvador. La misma Organización de Estados Americanos (OEA), que, aplicando la Carta Democrática Interamericana, tiene la facultad de convocar a los embajadores, en caso de “alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático”, mira para otro lado.

Resumiendo, he visto con suma preocupación, el olvido de los problemas de la gente (excepto la seguridad), el desmantelamiento de los espacios políticos y democráticos, la marcha atrás en los Acuerdos de Paz, una corrupción campante pero a medida, la instrumentalización de las instituciones públicas para ejercer control político sobre otros partidos y liderazgos sociales, la criminalización de ONG, universidades, organismos de cooperación y ayuda humanitaria que no son afines al Gobierno, cambios arbitrarios de las reglas de juego electoral, irrespeto de la Constitución con el fin de concentrar todo el poder para cambiar de un modelo democrático al de un partido hegemónico.

Hoy, en El Salvador, urge la implementación de medidas integrales para situar la vivienda, el trabajo, la educación y la salud, en el centro de las estrategias gubernamentales, porque de lo contrario, no cabe pensar en un mínimo optimismo capaz de generar las condiciones que favorezcan situaciones creadoras y solidarias, adaptadas a la mayoría de las personas.

Precisamente ahora, cuando ya nos hicieron creer que, no ya las revoluciones, sino que incluso pequeños cambios son imposibles, es cuando más se necesita de ese empuje creador y solidario.

*Ateneo Libertario Al Margen de Valencia

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