Sociedades infantilizadas

Como en esas historias fantásticas que las abuelitas le cuentan a las criaturas de la casa, el aparato de propaganda gubernamental de El Salvador mantiene una pertinaz lluvia de historias de fábula en las que los malos son siempre la gente pobre, que mantiene bajo su terror a la gente buena, pero gracias a dios un rey maravilloso viene y la salva de la maldad y todos por fin viven sin miedo a la oscuridad que el rey de los polvos mágicos impone cuando cierra la puerta. Al final, a todos los duermen y sueñan muy felices con satélites y aeropuertos y trenes nuevecitos y ríos de oro y gente bonita.

Por: Toño Nerio

La moraleja, es decir, la enseñanza que se queda en la mente, es obvia: los ricos son los buenos y los pobres son los malos, a los que hay que sacar de la vida para ser felices. Ni más ni menos que la aporofobia inducida.

En El Salvador, la mayoría de la gente levanta el brazo extiende el índice y señala sin dudar ni un instante a donde hay que ir a buscar a los delincuentes: en las colonias de la gente pobre y en las zonas rurales. Se conoce a los ladrones por su cara de pobres.

Una vecina me decía ayer con emoción triunfalista que una patrulla de soldados y policías del estado de excepción de bukele se llevó “a esos dos hombres de ahí enfrente”, o sea nuestros antiguos vecinos que han vivido ahí desde niños con sus respectivas familias en la casa  llamada de los mecánicos, como les decimos, y que antes era la conocida tortillería de la niña Julia, la mamá de todos los Pérez, criados a punta de masa.

¿Y por qué?, le pregunté consternado, recordando a aquel par de muchachos, hoy de unos cincuenta y pico años de edad, trabajadores y bien educados, sin casa propia, hijos de la octogenaria Julia, la sempiterna tortillera de la cuadra, hoy ya retirada.

“A saber –me dijo la vecina evangélica, amante del pastor, bukelista y adoradora del becerro de oro-, algo habrán hecho, nunca se sabe. Caras vemos”: lengua viperina.

En la cuadra todo se sabe. Conoce uno a los pícaros desde la niñez. Como el que era ayudante de electricista y andaba con la hija de don Manuel, que primero se compró una moto, cuando lo que le daba don Luis -el maestro electricista- no alcanzaba ni para bicicleta, y después se fue a vivir con la Estelita en la casa que se compró en la Campestre, hasta arriba de la Escalón, al lado del country club Campestre, el del campo de golf. Ese Armandito que se compró un datsun usadito primero y luego llegó hasta jaguar de agencia, pero nunca fue maestro electricista, no pasó de aprendiz.

Todos sabíamos que García, el del taller donde hacían camisetas estampadas trabajaba de oreja para la policía y fue el que le puso el dedo a varios vecinos desde antes de la guerra. O don Calvino, el de la tienda de la esquina, que era miembro de ORDEN y que cuando alguien le caía mal o le pedía fiado y no pagaba lo denunciaba a la guardia para que lo llegaran a sacar los escuadrones de la muerte a media noche.

En la cuadra no hay secretos para nadie: pueblo chico, infierno grande. Pero si la gente semi analfabeta es alimentada día y noche con propaganda, los hijos van a odiar a los padres y las hermanas a sus hermanos. Y al final estarán todos convencidos de que han hecho lo correcto a la hora de lavarse las manos ensangrentadas.

Al buscar a los culpables de sus condiciones de miseria y de inseguridad, a ninguno de esos buenos cristianos se les ocurre mirar hacia las casas del barrio alto. En esas casas de hermosos jardines y de carros de lujo, de niñas preciosas blancas y rubias, los pobres creen de veras que toda esa gente es honorable y recta.

Y es que no es del todo mentira la propaganda. Partes se basan en la realidad y otras partes de la realidad –las importantes- son escondidas con celo. Los propagandistas del reino como el de los bukele son los mejores que ha producido el imperialismo desde hace muchas décadas, expertos en distorsionarlo todo.

Así, por ejemplo, los propagandistas en México se afanan en destacar el caserío pobrísimo de La Tuna, del municipio de Badiraguato, uno entre tantos allá perdido de la mirada de todos los dioses en plena Sierra Madre Occidental, donde la pobre Consuelo Loera Pérez, una humilde campesina, parió los once hijos que tuvo con Emilio Guzmán. Emilio sembraba granos para el consumo de la casa y droga para los narcos.

Con esas tareas se educó y creció –no mucho, por cierto- Joaquín, al lado de sus diez hermanos y hermanas. Desde niño, como todos, aprendió el oficio de campesino y comprendió que el ingreso en dinero era bien diferente si un campesino como él o su papá se dedicaban a sembrar maíz o a traficar con drogas.

Algo parecido ocurrió en Colombia, donde era común la vida de pobreza rural en la que trabajaban Hermilda Gaviria, como maestra, y Abel Escobar, su esposo agricultor. El ingreso del campesino y el salario siempre corto de la humilde profesora no se comparaban con las ganancias de los alumnos que abandonaban la escuela para irse a aprender el oficio en los laboratorios de los narcos o como sicarios o transportistas.

Esa experiencia la conocieron Pablito y su media docena de hermanos desde pequeños. La historia de contrabandear no empezaba en la calle, ya desde casa sabían que su abuelo materno había tenido comodidades gracias a contrabandear licor.

Nadie ignora la historia del humilde Alphonse Gabriel Capone, el hijo de inmigrantes sicilianos que llegaron a Nueva York, y que tuvo su primer empleo como portero de burdeles y guardaespaldas de John Donato Torrio, el fundador de la mafia de Chicago.

Ciertamente, en los casos mencionados se trata de personajes nacidos en la pobreza que llegaron a acumular poder y riqueza encabezando sus respectivos reinos criminales.

Pero nunca o casi nunca se habla de cómo es posible que esos pobres civiles, muchos de ellos iletrados casi analfabetas, sean tanto o más poderosos que el Estado y todos sus especialistas. Y puedan crecer y crecer en poder y riqueza frente al mundo entero.

Y no solo es que el Estado colombiano, mexicano o el de los mismos Estados Unidos sean ineficientes e insuficientes, sino que esos individuos lleguen a tener tanto poder que ni las Naciones Unidas a través de su Oficina contra la Droga y el Crimen (UNODC) sea capaz de contenerlos y se limiten a llevar las estadísticas de su criminalidad y de sus gigantescas ganancias. Algo realmente no me cuadra.

Es que Estados Unidos derrotó y mandó al basurero de la historia a la Unión Soviética y a sus aliados, los países miembros del CAME y otros del campo socialista, con todo y su poderío económico y su desarrollo científico y tecnológico, su organización financiera y empresarial, sus bombas atómicas, aviones, misiles, millones de soldados con todo su equipamiento y transporte, servicios de inteligencia, ejércitos de espías, cuerpos diplomáticos, países aliados, y jueces y cortes internacionales, etc. Pero ese mismo país y sus aliados son inútiles frente a grupos delincuenciales compuestos por adolescentes y jóvenes y viejos marginados. ¡Por favor, que se los crea su nana!

Ahora bien, si ya de su peso cae la mentira de que los Estados son incapaces de frenar las actividades del crimen organizado -país por país y a nivel internacional- menos creíble resulta la mentira de que la banca a nivel local y mundial y todo el sistema financiero internacional con sus instrumentos y protocolos para prevenir el lavado de dinero son incapaces de detectar los movimientos de unas cantidades de dinero que son absolutamente imposibles de esconder.

Ante los pírricos resultados de la Oficina de Terrorismo e Inteligencia Financiera (TFI) del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, que presuntamente se dedica día y noche en territorio estadounidense y en el extranjero a perseguir el blanqueo de  activos. Y frente a los evidentes fracasos de las superintendencias del mercado de valores o del sistema financiero que en cada país se dedican a preguntarle a los depositantes de dónde sacan el dinero que va a ahorrar, cabe preguntarse si no estarán coludidos perfectamente con el crimen organizado, o serán parte de la jefatura.

Es que es inconcebible que, por ejemplo, la narcoactividad en México sea capaz de producirle ganancias a los carteles por un valor de 35 mil millones de dólares solo durante el año de 2023. O sea que si suman los costos de producción, transporte, administración, pago de funcionarios, comisiones por lavado y otros, el total llega al doble o el triple. Eso no se puede disimular de ninguna manera.

Otro ejemplo: cualquiera puede confirmar la oferta que le hizo Pablo Emilio Escobar Gaviria al gobierno de Colombia de realizar el pago de la totalidad de la deuda externa soberana del país, a cambio de no ser extraditado. Así era el monto de sus ganancias.

El dinero que mueven los carteles mexicanos equivale al Producto Interno Bruto de Costa Rica, el país más desarrollado de Centroamérica y duplica el valor del PIB de El Salvador y el de su deuda externa, que es de las más altas de la región, o sea, que con ese monto El Salvador podría pagar su deuda externa y tener la misma liquidez actual, dándole vacaciones pagadas por todo el año cada año a la totalidad sus trabajadores.

Y estoy hablando solo del dinero de la narcoactividad de los carteles de un solo país, no del total de actividades del crimen organizado internacional en todos los países.

¿Quién administra todo ese enorme capital? ¿Acaso un miserable pandillero de la mara salvatrucha o alguno de la pandilla 18? ¿Quizás el Mencho? ¿Lo guardan en el closet, como el chinito Zhenli Ye Gon, al que le dijeron los de la PGR “copelas o cuello”? ¿O lo depositan en la banca, lo ponen en paraísos fiscales y lo invierten en empresas y corporaciones “decentes”? Un soldadito de algún cartel no puede cargar con esa tarea.

Lo cierto es que para tener un dos por ciento de la suma total del Producto Bruto Mundial -de acuerdo con los datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen (UNODC)- se necesitan amigos muchísimo más poderosos que los que pueden tener los pandilleritos de mi colonia o de la tuya, querido amigo lector.

Se necesitan aviones privados para llevar las maletas de billetes recolectados por los distribuidores de coca en las calles de las ciudades del primer mundo. Se necesitan muchos amigos dueños de bancos y casas de bolsa. Se necesitan grandes fondos de inversión para colocar acciones en las empresas de rápido crecimiento como las de Bill Gates o Elon Musk. Se necesitan los mejores hoteles, restaurantes, casinos y los burdeles de lujo como los que está construyendo bukele como parte del plan de desarrollo turístico para que remesen el dinero sucio en sus cuentas limpias. Se necesitan compañías de aviación legales para llevar la droga y las niñas que son vendidas a mercaderes del tipo de Jeffrey Epstein. Se necesitan autoridades aeroportuarias para ordenarles a los oficiales de migración y aduanas que no revisen entre las 10 y las 12 ninguna carga de los vuelos o barcos entrantes ni salientes.

Ninguna de esas condiciones existe entre las familias de los 72 mil prisioneros que han sido capturados por bukele en dos años de estado de excepción, supuestamente para librar al país del crimen organizado. Sin embargo, las familias pobres creen del todo la propaganda que les dice que es allí en sus colonias donde se anida el mal y no en las de los multimillonarios antiguos y en las mansiones de los que se enriquecieron en estos cinco años del bukelato. Son tan pobres que, igual que sus criaturas, todavía creen en la fábula de la mísera bruja y el príncipe bueno, oloroso y bien vestido.

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