Anestesia misteriosa

El viernes, día de mi operación una violenta tormenta azotó Buenos Aires que hasta obligó a suspender el recital de Taylor Swift… Llegamos muy temprano al Hospital Italiano, antes de las 6. Cuando ya te admiten como paciente, te conducen a un cuartito para cambiarse.

Por: Marcelo Valko

Uno se desviste y se pone el camisolín y así como hay quienes son carne de diván, en ese momento uno se transforma en carne de bisturí. Es una magia extraña. Luego viene alguien a buscarte con una silla de ruedas. Son gente buena que suponen la nerviosidad del paciente y buscan distender como el que hizo cantitos con mi nombre. Mi hermano que me había acompañado quedó atrás… Bajamos por un ascensor y allí espera otro enfermero con una camilla.

La idea es mantener la asepsia: la silla es de arriba y la camilla solo anda abajo. Preguntan si puedo subir solo, lo hago. Ya en la camilla, al ascensor y luego otro pasillo, estamos en el subsuelo, en el quirófano central. Tienen un espacio prequirúrgico muy amplio con más de una veintena de boxes que comienza a llenarse de camillas, allí tienen otros tantos quirófanos. Comienza el procedimiento de preparación real. En el brazo derecho me colocaron dos vías.

Viene la anestesióloga, en un breve diálogo comenta lo que va a pasar, asegura que me estará acompañando en la intervención. Escucho al personal de salud hablando entre ellos de cosas de todos los días, saludos y bueyes perdidos. Somos dos equipos muy distintos que se preparan. Aparece la doctora que me va a operar, me saluda con un beso, es afectuosa, me muestra la mandíbula inferior en 3 D que me hicieron. Me marca el lado donde será la incisión y donde insertaran la placa de titanio. También viene alguien del hospital a verificar el lado correcto. Me parece muy razonable, más de una vez surgen noticias de operaciones que terminan extrayendo el riñón sano… en fin.

En ese espacio las camillas están separadas por boxes con un prolijo número arriba, que evidentemente corresponde al quirófano que te va a tocar. Vuelve la anestesista para colocarme una tercera vía para monitorear en tiempo real la frecuencia cardiaca. Me pide disculpas por el dolor. Mi respuesta la sorprende, le cito el poema de Hernández: “mis ojos y mis manos como un árbol carnal generoso y cautivo doy a los cirujanos”.

Llega el momento que vienen a buscar tu camilla, fui de los primeros en salir. Viajamos por pasillos más fríos y blancos hasta que llegamos a una amplia puerta donde aparece, como si fuera un arcángel guardando un ingreso el número “20”. El enfermero se detiene, luego gira la camilla para ingresar con la cabeza hacia adelante. Ese instante tan breve dura un montón y de pronto aparece aquella vieja sensación que tuvo el mismo Cristo, no para huir, pero quizás para apartar de mi este cáliz… Pero no, seguimos firmes, más bien acostado y en silencio. Ingresamos. Hay mucho movimiento preparando instrumental en los laterales.

Cambio de camilla, a la verdadera que es muy estrecha. Les comento mi sorpresa, responden que es para que puedan trabajar bien cerca del paciente. Tiene lógica. Comienzan a atarme y envolverme con firmeza como “niño envuelto”. En ese momento la anestesióloga aparece desde arriba con una mascarilla y me pide que respire hondo y tranquilo. Ves su rostro, o mejor dicho apenas los ojos, lo demás esta enfundado. Va preguntando a intervalos “Marcelo, ¿me escuchas…?”, voy respondiendo hasta que me invade una especie de calor interior, una sensación extraña, sigo respirando y advierto que llega el desvanecimiento y ya no respondo más. Surge el misterioso momento de dejar de ser uno mismo o quizás seguir siéndolo pero a otro nivel: ¿a dónde vamos, quienes somos, que soñamos durante esa inconciencia inducida?

Despierto o me despiertan. “La operación terminó” dice alguien amable a mi lado, “ya pasó”, agrega como si fuera la tormenta que afuera está azotando a Buenos Aires. Por lo que alcanzo a ver desde mi camilla, totalmente conciente, se trata como el anterior de un espacio muy amplio y monitoreado donde arriban las personas que salen de los quirófanos. Lo mismo que antes, pero al revés. No alcanzo a ver, pero escucho a quienes están a mi lado.

Nos separa una cortina, una voz de mujer repite una y otra vez: me voy a morir, me intranquiliza que me dejen acá. Me voy a morir, dijeron que me llevaban a la habitación pero sigo acá, ¿por qué? ¿Voy a morir? La del otro lado advierte que toma clonazepan y que no le den corticoides, se queja del frio y de los corticoides que nadie intenta darle. Las enfermeras son amables y las tranquilizan mientras siguen muy atareadas. Finalmente aparece un camillero para liberarme de las quejas y me traslada a la habitación 43-16 próxima al espacio de maternidad del tercer piso, en el hall previo al pasillo, desde la camilla veo a mi familia sentada aguardando, es un momento fugaz, les hago la “V” de la victoria, sonríen. Pasaron siete horas desde que ingresé al quirófano.

Domingo de mañana temprano, tercer día de internación, desde mi cama escucho a los pájaros que cantan al amanecer, son los mismos que en ocasiones oigo desde casa. Tienen un canto complejo y firme. Otros congéneres responden, canto y contracanto. ¿Qué interesante conocer el idioma de los pájaros? Hay chamanes que aseguran conocerlo.

Temprano oí llanto de un bebé, quizás varios, son argentinitos que vienen al mundo sin saber que en una semana se elige entre Massa y Milei, parafraseando a León Felipe podríamos decir “argentinito que vienes al mundo te guarde Dios”, el poema sigue pero espero que no sea el caso… Desde la ventana una paloma hizo un nido junto a un caño y frente a mi cama tengo un cuadro de un paisaje de una aldea veraniega en el Mediterráneo. Me desconectaron el suero y fui lentamente al baño. Me peiné, el pelo esta pajoso y pegoteado, todavía con rastros rojo de pervinox. Quisiera ducharme. Me miré en el espejo y pese a todo, debajo de todo eso sigo siendo yo. Es lento, pero viene…

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