Comparaciones odiosas

Dice el común que todas las comparaciones son odiosas, retomando una frase atribuida al jurista toledano Fernando de Rojas. Yo no sé por qué tendrían que serlo.

Por: Toño Nerio

Es más, pudores y prejuicios psicologistas aparte, pienso que el ejercicio de la comparación es lo que permite encontrar las diferencias juiciosas para escoger en función de los intereses particulares sin dejarle espacios al azar y evitar recriminaciones futuras. Y, tal vez, solo sean odiosas para los que al ser comparados se vean desnudos tal cual son en el escaparate de la verdad.

A los vendedores del mercadito ambulante no les gusta que el cliente compare la calidad, el tamaño, el precio de los productos. A los políticos, les da miedo que la gente conozca la historia y compare. Pero, tanto los usuarios del mercadito como los electores deben de comparar en función de sus intereses, no de los del vendedor o del político que, muy legítimamente, tienen y defienden los suyos, que no siempre coinciden con los de la clientela.

Por supuesto que al comparar debe hacerse con sensatez; es conveniente por ello no mezclar objetos de naturaleza diferente en un ejercicio de comparación cualquiera. No da buenos resultados comparar plátanos con zapatos.

Pero sí conviene comparar ideas políticas con ideas políticas, acciones de gobierno con acciones de gobierno, distintas propuestas de programas y planes, resultados económicos con resultados económicos, incluso puede ser válida cualquier comparación entre los valores y principios, aptitudes y preparación, experiencia y tendencias, orientación clasista de una persona política con los de otra persona política.

Es que sobre la base de la consideración de los diferentes factores objetivos, prácticos, verificables, mensurables, de cada oferta, es que podemos optar racionalmente con cierto grado de confiabilidad en que nuestros intereses particulares van a ser alcanzados al escoger después de hacer una buena comparación.

En política, especialmente, hay que aprender a hacer comparaciones sobre objetos concretos de la realidad no sobre los discursos y los recursos de la publicidad y de la  propaganda.

La palabra clave al hacer las comparaciones es el interés, lo que me conviene a mí y a los míos, a los de mi clase, a los de mi comunidad. Los otros, ellos que vean por sus propios intereses. A veces coinciden, las más de las veces no. En eso es en lo que se resume la política, desde los tiempos ancestrales y en los lugares más apartados.

Decía Roque Dalton, parafraseando al prusiano Carl von Clausewitz, que la política no es otra cosa que la “economía quintaesenciada”. O sea, en la política se expresan de una manera muy concentrada y de la forma más depurada los intereses económicos de clase de los dirigentes políticos.

Al igual que frente a un prestidigitador ante el que hay que mantener la mirada en las acciones para no perder de vista el objetivo y evitar poner atención al discurso distractor, en la política deben ponerse todos los sentidos en seguir el movimiento del dinero porque en ello se expresan las prioridades, los verdaderos intereses, de los gobernantes.

Desconocer que la política es el más descarnado y grosero juego de intereses de las clases sociales es la peor de las ingenuidades. Y, en política, la ingenuidad es el camino que, de modo más seguro, conduce directa y rápidamente al suicidio.

Por esos y otros motivos siempre es de lo más conveniente hacer todas las comparaciones posibles y las que se nos ocurran. Sin falacias ad hominem o sofismas populistas, porque no existe el individuo desprovisto, libre, de intereses ni apelaciones a la opinión pública.

En cualquier caso, el individuo que puede aparecer como el rostro en un evento electoral, o al frente en un cargo ejecutivo, gerencial, administrativo, normalmente es puesto como peón y en su representación por los grupos que realmente deciden: los dueños de las empresas, las familias oligárquicas, los estados mayores de los ejércitos, las jefaturas de las pandillas o mafias.

Nadie llega al poder: lo ponen ahí los que ya detentan el poder. El poder no es un lugar, es la capacidad de hacer que se cumplan las decisiones que toman los poderosos.

Por eso, señalar las virtudes o defectos que en lo personal pueda tener el candidato solo mejora o dificulta su capacidad de gestión del cargo para el que es seleccionado. Lo individual le otorga personalidad a la administración, nada más. Pero los objetivos los determina el grupo que detenta el poder.

Pinochet llegó a la cumbre porque era el más dócil entre los militares chilenos y el perro más fiel de la manada con que contaba el Pentágono, pero las decisiones ya habían sido tomadas mucho antes de seleccionarlo para ser la cabeza de la junta militar.

En los principales documentos políticos que contienen la estrategia y táctica estadounidenses sobre Chile, de la International Telephone and Telegraph (ITT), del último cuatrimestre de 1970, ya se definían los planes para el derrocamiento del Doctor Salvador Allende.

¡Aunque apenas habían terminado de contarse los votos de las elecciones del 4 de septiembre y ya se sabía que iban a derrocar a Allende! No se conocían los nombres de los militares ni el tipo de gobierno que iba a existir, ni siquiera la fecha del derrocamiento, pero la decisión ya la habían tomado en el corazón del poder.

¿Quién no conoce la frase “Somoza may be a son of a bitch, but he’s our son of a bitch”? De acuerdo con el historiador David Schmitz, eso lo dijo el presidente Roosevelt en 1939. La clave en esa frase es la palabra “nuestro”, o sea “de nuestra propiedad”. Para desgracia de los nicaragüenses Somoza era un tirano con poder sobre las vidas y haciendas de todos ellos… pero era solo un peón que, con toda seguridad, nunca conoció a su verdadero amo, sino apenas al que administraba la Casa Blanca.

Pocas veces aparece en la historia de un pueblo, de un país, un personaje de la talla de un Lenin, Mao Tse-Tung, Ho Chi Minh, Fidel Castro o Nelson Mandela. Personajes como ellos definieron el rumbo de sus pueblos, concibieron, organizaron y encabezaron sus respectivos movimientos, enfrentando todo tipo de adversidades y obstáculos: persecución, cárcel, exilio, lucha armada, debate teórico y crítica de sus adversarios ideológicos aun desde la misma orilla.

Triunfaron y perfilaron los destinos de sus pueblos, bajo la dirección de los movimientos y partidos que encabezaron. Décadas después de muertos sus ideas continúan señalando el rumbo de los continuadores de sus respectivas obras.

Por el contario, la inmensa mayoría de los políticos y gobernantes solo implementan las decisiones que toman otros desde otros países, otros desde organismos que desconocen las causas y las consecuencias del sufrimiento de sus respectivos pueblos.

En este preciso momento de la historia han coincidido en el mismo tiempo, en la misma región de la geografía, en la misma cultura dos personajes sumamente populares y con enorme respaldo del electorado. Se trata de los presidentes de México y El Salvador.

Ambos entraron a la casa presidencial con apenas seis meses de diferencia. Ambos llegaron a sus cargos respaldados por la enorme esperanza de dos pueblos sumidos en la pobreza, el desempleo, la migración, la violencia del crimen organizado, la pérdida de soberanía sobre los recursos estratégicos, la corrupción, la impunidad, y un sinnúmero de problemas que son un pesadísimo lastre para la parte empobrecida de las sociedades de ambos países.

Después de cuatro años y medio de gestión, México se coloca en una posición inmejorable para hacerle frente al reto de ser una sociedad desarrollada. El Salvador se enfrenta a la realidad de una hambruna en los meses próximos, además de todos los problemas que ya existían cuando el gobierno presente comenzó su administración.

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