Cuando cuelgue la Gabacha…

Será cuando ese dios esquivo le ordene a Hipócrates, a Esculapio y a la muerte que llegó el momento de partir, se cumplió la misión y ese Juramento en apariencia sin mayor trascendencia al momento de la graduación fue, es y será mi luz y aun, donde sea mi destino seguiré atendiendo ángelas o diablas.

Por: Francisco Parada Walsh*

Sé que es cuestión de tiempo, cuando se tiene treinta años la muerte es algo lejano, etéreo, y quizá romántico pero ahora, en la cuerda floja de la vida sé que de un momento a otro puedo caer al vacío y todo acabó.

Así como cuelgo el estetoscopio en un desvencijado clavo, así debo colgarlo cuando llegue la santa muerte; reflexiono que día a día debo servir más a mis pacientes, en primer lugar las facultades cognitivas, visuales y más de a poco se pierden y lo inevitable, cuando tenga frente a mí a un corcel negro que relincha no quiero tener miedo, sino saber que llegó la hora de partir y cuando cruce el lago de sangre, en vez de perros que dirán si los traté bien o mal, que sean mis pacientes los que digan a Dios, si cumplí o no cumplí con mi Juramento porque si de mandamientos vamos hablar, me esperan peroles de aceite hirviendo para sufrir chamuscado  por mi mal comportamiento o como nadie sabe qué pasa cuando volamos, sean esas diablas con vestido las que me esperen para seguir en mi farra eterna.

Nadie escoge la forma de morir, solo el suicida que tiene más valor al tomar la decisión de quitarse la vida que el que espera una muerte cronológica; sin embargo, no encuentro forma más digna de colgar la gabacha y el estetoscopio que morir dando la batalla contra el virus, todos esos valientes hombres y mujeres que se me adelantaron, representan para mí, lo mejor del mundo, murieron con la gabacha y el estetoscopio puestos. No se amilanaron.

Lucharon y fueron derrotados en una batalla tan desigual. Nunca me ha gustado usar gabacha, nunca, no me hace ni más ni menos y al contrario, construye una pared de egos frente al paciente donde el doctor es casi un dios ante una persona sencilla que apenas puede contar su tragedia; muy pocas veces la he usado y por eso no tengo que colgarla; recuerdo hace unos treinta y dos años que pasábamos por una gasolinera y que recién la guerrilla les había volado los sesos a dos policías, una joven estudiante con gabacha y estetoscopio se acercó a auscultar su corazón cuando los ángeles policías apenas tenían parte de su cabeza, aprendí que prefiero pasar desapercibido en mi vida y entender que el ser médico se lleva en la sangre, se lleva en la vida, se lleva en el amor al prójimo y no en una inmaculada gabacha blanca.

Por eso no colgaré la gabacha. Ese estetoscopio me ha servido más de lo que imaginé, es sencillo, de poco hablar, eso sí, sabe que ante mi confusión e ignorancia es él quien toma la batuta de la consulta y me dice: Francisco, aquí se escucha un estertor, aquí el peristaltismo está aumentado y me desmaraña la consulta; vuelve al mohoso clavo.

Quizá ese estetoscopio me enseñó a escuchar más de lo que debo pero aun así, le doy las gracias a Hipócrates por darme o quizá se escucha mejor, prestarme un talento y devolverle ese talento y otros más, y si volviera a nacer caigo rendido a la pasión de la medicina, siempre  olfateando la necesidad de mi paciente, la pobreza se respira, quizá antes no lo sabía pero a mi edad, a lo lejos pueden mis bulbos olfatorios saber quién es “pobre de nación” y es este pobre donde debo volcar toda mi empatía, respeto, cariño y honestidad para servirle.

Sé que al volar no me llevaré nada y solo queda el servicio que dimos a otros. Agradezco a las yemas de mis dedos haber logrado ser sensibles, poder decirme dónde está esa masa oculta, ese dolor que hay que referir y también debo colgar  el ego si una vez lo hubo. No tengo mala memoria.

Nunca hubo ego en el ejercicio de mi profesión. Pido a quien me entierre, zampe el sello de médico, mi tata era el 377 en la Junta de Vigilancia de la Profesión Médica y soy el 5173, eso es lo único que me llevaría en esa sencilla caja de la madera más barata que puede haber; no sé mi destino, aunque me lo imagino, será el infierno, esa fiesta eterna de ríos de vinos, mujeres pecaminosas y quién sabe aplique a la plaza de médico del infierno y me toque tratar las borracheras de los condenados, las sobredosis de los adictos, los despechos amorosos, y algún dolor de cachos de las diablas, o de cola y seguir ejerciendo la profesión más bella del mundo.

Si muriera en este momento, sería el médico más pobre del planeta Tierra Roja, pero muero feliz por el deber cumplido. Si muero mañana, seguiré siendo el mismo pobre solo que será otro día, otra página más en mi vida. Mientras espero a un amigo, a un viejo lobo que trae un buen buque, almorzaremos como dioses, y beberemos como cosacos. Esa es mi vida. Esa parte que es el complemento de la muerte.

Solo pediría una cosa, al morir mi único deseo es ir al cielo no a quedarme, no, sino a darle un abrazo cálido, fraterno a cada médico que dio su vida; acepto llevar encomiendas no de comidas sino de cartas de amores, cartas de sus hijos, de sus esposos, de sus esposas, de sus padres, de sus madres, de sus pacientes para que sepan cuánta falta hacen en El Salvador y en el mundo.

Y rendirles tributo a lo mejor de la especie humana, mujeres y hombres abnegados; y como quedé de reunirme con el Maestro Doctor Carlos  Díaz Manzano, tengo que cumplir tal promesa y llevaré una alforja llena de anchoas, quesos, jamones, espárragos y chicharrones,  pan recién horneado y un rimero de tortillas y vino,  ese vino que en vano limpia mis venas. Loor a ustedes, loor a lo mejor de lo mejor. Como les escribí hace un rato, solo es cuestión de tiempo para vernos, para querernos. Cuando llegue el día de colgar el estetoscopio y la gabacha quiero que sea de pie, luchando contra la muerte…

*Médico salvadoreño

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