RELATO: Un caballo con suerte

Por: Prof. Mario Juárez.

Apenas era yo un chiquillo cuando mi tío llevó aquel caballo a la casa. Lo compró a un cómodo precio en la feria del pueblo. El pelaje del animal era café, pero con el paso de las primaveras cambió a blanco. Cada mañana yo le ofrecía agua, y Sotelo -que así se llamaba- se agitaba y me agradecía con sus ojos cansados y tristes.

Todos los días mi tío lo montaba a trote lento por aquellas calles empedradas o lo llevaba al campo. Sotelo, con su paso saltarín, fue reconociendo lugares y personas que jamás olvidaría, pues tenía una memoria insuperable.

Con los días, mi tío y el animal se vieron asediados por la envidia y las burlas. No se daban cuenta de que tenían enemigos, unos declarados y otros encubiertos, los cuales les hacían una guerra insidiosa. Quien más se ensañaba con las burlas era un tal Ramiro. Cuando el caballo y su jinete pasaban cerca, el joven soltaba: “¡Qué huele a ciprés por aquí, compadres!” Todos zarceaban de risa, y mi tío se alejaba cabizbajo, murmurando: “Como que nunca van a llegar a viejos…”

Tan acosado se vio el hombre, que un día decidió vender al potro. No es tan fácil desprenderse de algo tan querido. Entonces partió una tarde hacia otro pueblo a ponerlo en venta. Ya en el camino, a mi tío lo embargó la vergüenza al ver que el animal caminaba, sin recelo, a su incierto destino.

En la feria nadie quería comprarlo por ser tan viejo; sin embargo, hubo alguien que ofreció cien colones, y mi tío, con profunda pena, lo dejó a ese precio, con tal de sacudirse las burlas en el vecindario. Corrieron largos meses y mi tío sintió la necesidad de comprar otro alazán. Fue a la feria anual y allí se hizo de un ejemplar rojo y acanelado, no muy astuto, pero firme y saltón.

Muy contento con la nueva adquisición enrumbó hacia el pueblo, e instintivamente el animal lo condujo sin que él lo guiara, y de vez en cuando se detenía en lugares, como si ya los conociera y esperaba a que él bajase de su lomo. “Este baboso parece que ya conoce estas calles…”, pensó mi tío.

Al cabo de unos días el hermano de mi madre mandó a un muchacho de confianza para que limpiara a Sotelo.

-¡Este caballo tiene unas manchas blancas que no se le pueden quitar, don Alfonzo!, dijo el chico.

-Límpialo bien, Fabián. Quizá se habrá rozado con una pared…

-Ya le di con todo y parece que más le salen.

-¡A ver! ¡Ya verás cómo se le quitan esas babosadas!
Tomó el cepillo y el balde, y fregó tanto, que el agua quedó teñida de rojo al instante, y en vez de aquel corcel recién comprado, apareció el sufrido y calumniado Sotelo.

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