La Cárcel. Una carta a los presos

(Por: Francisco Parada Walsh)

¿Quién soy para juzgarlos?: Soy el menos indicado, un día formé parte de ese selecto grupo de hombres y mujeres que tienen que morir lentamente, lejos del calor de la familia, de los amigos, del alegre fin de semana. Se muere poco a poco, día a día; segundo a segundo se da un paso a la antesala del infierno; la cárcel es el purgatorio en vida de Dante donde solo queda esperar la sentencia de Dios; es un documento escrito en letra Palmer dirigida al diablo, éste, a pesar de ser el malo del cuento no le gusta recibir a los presos, ese infierno temporal debería ser ocupado por los verdaderos delincuentes.

Decimos que somos seres humanos pero en la cárcel nos convertimos en seres inhumanos, somos menos que la nada, es parte del sistema, entre más miserable y débil sea el carácter, el sufrimiento del oprimido es mayor; y mucho más es el gozo del opresor, sea este un celador, el alcaide, el ministro, el mundo mismo. Hay un sub mundo de leyes invisibles para los que no se han portado bien en la vida, esas leyes sí son escritas en piedra, no como esas leyes que caminan junto a la trampa.

Hay siempre un jefe, si ése sale libre, muere o pasaron las 72 horas inmediatamente asume otro y otro; ellos deciden a quién vapulear, lo primero que hacen es quitarle la camisa al nuevo huésped para la revisión de tatuajes, de ahí es el inicio de una paliza; solo escucho los golpes en la cara del nuevo recluso mientras cierro los ojos; sangre por aquí, quejidos por allá. En mi tiempo era permitida que la familia le llevara el buque a uno, hoy no, todo debe ser comprado en las tiendas; si la trifulca es mayor el celador de turno no duda en rociar a justo por pecadores con gas pimienta. Fin de lo peor.

Es el jefe y su grupo los que deciden si abusarán de alguien, cierro los ojos, me hago el dormido mientras desde sus provisionales camas escogen a su víctima. Solo fue una advertencia. No hay puertas en el baño, es un lugar asqueroso; las chancletas de hule esperan al que se bañará, una vez cumplido el objetivo, esas chancletas deben quedar en el mismo lugar y se debe caminar a la cama virtual, es un camino que solo existe en mi mente, es el cemento que hierve, con el mayor sigilo y cuidado se busca la cama virtual, ¡Nada de mojar la cama virtual de otro recluso! Cierro los ojos, no sé qué horas son, he perdido la noción del tiempo; el vecino me dice que tiene una Biblia, me pregunta si quiero leerla pero tiene miedo que los pandilleros la rompan, se lo agradezco pero no quiero más problemas.

Me enfrento a Dios, pongo un ultimátum, en mi mayor ceguera un leproso queriendo doblarle el brazo a Dios pero resulta, se cumplió ese trato secreto. Juzgamos creyéndonos inmunes a una detención, a una condena, ¡Nada más equivocado!, el reo sea rico o pobre sufre, en ese mundo de treinta metros cuadrados se vive, se muere, se come, se sufre, se respira solidaridad, se sueña, se culpa, se maldice, se suicida.

Ese es nuestro sistema penal, es la antesala del infierno y cuando recientemente capturaron a un amigo solo les pido a su familia que lo visiten, que no lo dejen solo; es en esa oscuridad que cuando se ve a lo lejos a la familia, al amigo, todo cambia, en esa derrota hay una sensación de victoria, de triunfo cuando se abraza al hermano, cuando lloramos hasta quedar secos de lágrimas, desiertos humanos apoyándose, esa fue una de las mejores lecciones que aprendí, a ese abrazo silencioso que grita ¡Te amo!, ¡Aquí estoy! ¡Ni que metiera el gol del triunfo en la Champions League sentiría esa alegría de ver a los nuestros! Una de las situaciones más difíciles de entender es la solidaridad de los grupos pandilleriles, lamentablemente el engrudo, la pega que los unifica es la violencia pero fue de ellos que recibí las mayores muestras de respeto, de solidaridad.

Era un sábado de marzo, el calor era sofocante, cerré los ojos para no ver mi realidad, aparte de la fractura en mi nariz el dolor en el alma era más fuerte que el dolor de un hueso quebrado, de repente siento un golpe con una toalla, en esos segundos que pasaron imaginé lo peor, pero no, era el segundo al mando de la pandilla que me ofrecía una tortilla con queso duro. Todo se comparte, todo, todo. Eso me encantó.

Después de que el “Big Boy” abandonara la cárcel decidió dejarme como el jefe de la celda, el más alto cargo al que se pueda aspirar pero decliné tan honorable cargo argumentando el dolor de mi cara. En 24 horas estaba libre, mientras los grupos rivales me aplaudían por haberles compartido canastadas de pan dulce algo amargo. Todos somos iguales. Y todos tenemos techos de vidrio. Para todos aquellos detenidos por el delito que sea, mis oraciones para ustedes.

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