Muerte de la República, de la Constitución y la democracia en El Salvador

El 30 de abril de 2021 escribí RIP a la República adelantando mi sincero responso ante la muerte inminente de la legalidad y de las instituciones de una forma de Estado que, en el caso de El Salvador, hasta ese momento habían permitido la elección de las autoridades mediante el irrestricto respeto de la voluntad de la ciudadanía, a través de procesos electorales que -de modo invariable y unánime- fueron reconocidos en todo el mundo como poco menos que intachables. Se vivía una verdadera democracia política.


Por: Miguel Blandino


En efecto, contra todo pronóstico y por primera vez en la historia, los votos eran los que decidían quienes iban a ocupar los cargos de elección ciudadana, y no una horda de soldados rellenando las cajas receptoras de las papeletas como en los peores tiempos de la tiranía militar fascistoide.

Era una República burguesa y una democracia burguesa, es decir, democracia para la burguesía y dictadura para el proletariado; pero mirando por el retrovisor, para consuelo de los pobres, mucho mejor que la tiranía militar de las décadas anteriores. Era un país sin miedo a los uniformados y sin temibles escuadrones de la muerte.

Para los dirigentes del Partido Comunista Salvadoreño era lo máximo a lo que podía aspirarse y el máximo con el que tenían que conformarse el proletariado urbano y rural. Los viejos revisionistas nunca aspiraron a una revolución proletaria que rompiera el equilibrio estratégico entre soviéticos y estadunidenses, sino a tener un papel en la opereta parlamentaria. Anclados en la coexistencia pacífica de la Guerra Fría, su revolución seria por acumulación de diputados y cuando lo dijera la simple aritmética.

Por eso Roque Dalton le cantaba con sarcasmo al PCS

“Proletarios respetables y mansos del mundo,

el Comité Central os invita

a aprender la lección que da el volcán de Izalco:

el fuego ha pasado de moda,

¿por qué habremos entonces de querer llevarlo nosotros dentro del corazón?”[1]

La estructura de pesos y contrapesos para el ejercicio equilibrado de los poderes del Estado; la institucionalidad y la normatividad de los mecanismos para la vigilancia mutua entre los partidos políticos; la existencia de una ascendente calidad de las instituciones de transparencia y rendición de cuentas en todos los niveles de gobierno y, sobre todo, una conciencia de la ciudadanía organizada cada vez más profunda acerca de la importancia de vigilar el comportamiento correcto y puntual respeto de las normas y de los procedimientos, por parte de los funcionarios en todas las esferas gubernamentales, estaban comenzando a instalarse con naturalidad y sin que se produjeran mayores conflictos ni intentos de desestabilización.

El Salvador avanzaba con firmeza sobre los rieles de la democracia política; de ese tipo de democracia burguesa que es del gusto de los gobiernos estadounidenses, cierto, pero democracia al fin. Apenas un escalón por encima de los regímenes menos horizontales, de mera formalidad democrática en la superficie y verdadera dictadura bajo la epidermis, como esa que Vargas Llosa llamaba la “dictadura perfecta” del PRI.

Democracia, eso sí, que apenas se estaba consolidando en lo político, pero que todavía no se acercaba -ni quería ser- una democracia en lo social, económico y cultural.

Para poder cambiar hacia ese tipo de democracia existía la creencia que el país primero debía transitar por la senda del respeto a los derechos políticos y que este respeto se mantuviera constante en el tiempo. Sí se reconocía que necesario alcanzar esa democracia porque las enormes disparidades entre opulencia oligárquica y miseria del pueblo fueron el sustrato de la guerra. Todo mundo lo quería, pero “gradualmente”.

Los avances democráticos alcanzados fueron el resultado de los Acuerdos de Chapultepec, que pusieron fin a los combates que en el campo militar desangraron a las dos principales fuerzas político militares del país: el ejército obrero-campesino del gobierno y el ejército también obrero-campesino de la guerrilla.

Con esos acuerdos dejaron de matarse los pobres y dejaron de ser prohibidos los partidos de izquierda “civilizados” y se consiguió que el abanico electoral fuera tan multicolor y edulcorado como un coctel de frutas.

Pero la condición para que la oligarquía le diera permiso a la izquierda para mantenerse como un jugador legal, dentro de los estrictos márgenes de la democracia burguesa, era que mantuviera quietos a los sindicatos y a las antiguas organizaciones populares que en el pasado habían sido tan combativas y fueron las bases del ejército guerrillero obrero-campesino del proletariado salvadoreño.

En lugar de las marchas callejeras para exigir derechos económicos, sociales y culturales, los proletarios debían estarse quietecitos para beneficiarse de las ayudas de las sustitutas del Estado –las intermediarias llamadas oenegés-, que financian los países desarrollados, interesados en mantener la paz para los negocios de sus dueños.

Nada de marchas y huelgas fue la condición que puso la oligarquía para permitir que se realizara el juego democrático. Solo desfiles decentes y pacíficos, solo conmemorativos y para nada reivindicativos de nada.

Bien decía Roque Dalton:

“El Externado de San José es,

‘ad majorem Dei gloriam’

el gran colegio católico de la burguesía salvadoreña.

El Externado de San José

incluyó en su programa de Sociología

algunos aspectos del marxismo

como ‘vacuna saludable’ y no como ‘portador de la enfermedad’…

Y concluía diciendo:

“¿no será este caso también un síntoma

de que la burguesía quiere robarle al proletariado

hasta el mismo marxismo?”[2]

Así fue como esa República democrática incompleta se desperdició en El Salvador.

Cuando la guerra llegó a su fin, los temas económicos y sociales que la provocaron  solo se enunciaron, pero nunca se llevaron a la elaboración de un programa para ser ejecutado ni, mucho menos, se consideraron como la piedra angular a tener en cuenta para resolver ese problema estructural que fue la causa originaria de la guerra civil.

Un asesor presidencial de altos quilates como profesional de las ciencias económicas, Alfonso Goitia Arze, decía en 2017 “por lo tanto el tema económico y social de los Acuerdos de Paz no se constituía en un instrumento de transformación estructural de los factores que dieron origen a la guerra civil, sino en elementos básicos para evitar los impactos negativos del ajuste estructural…”[3] Goitia se refiere al ajuste estructural que conocemos como neoliberalismo.

Más adelante, Goitia recuerda –por ejemplo- que “en 1992 el gobierno convocó a un Foro de Consulta sobre la temática agropecuaria, asistieron 300 representantes de gremios y cooperativas, las propuestas avaladas por las organizaciones cooperativas en dicho foro no fueron consideradas por el gobierno… En los años siguientes las organizaciones campesinas presentaron propuestas para el desarrollo agropecuario, las cuales fueron desestimadas ante la aplicación del programa de ajuste estructural.”[4]

Y continúa: “algunos datos pueden mostrarnos el compromiso del gobierno en esta área, entre 1992 y 2005 el sector agropecuario disminuyó su participación en el crédito de la banca nacional de 21% a 3.3%.”

La historia con los gobiernos de la izquierda no fue muy diferente, aunque se invirtieron recursos del presupuesto general de la Nación y se crearon programas de apoyo para incentivar a los agricultores y ganaderos. Pero ya ese sector estaba herido de muerte.

En la industria tampoco hubo un panorama mucho mejor. Al arrancar el nuevo siglo, los gobernantes de la derecha crearon una ley de “bimonetarismo”, mediante la cual iban a funcionar simultáneamente la moneda nacional –el Colón- y el dólar estadounidense. Al poco tiempo el Banco Central de Reserva recogió y almacenó en sus bóvedas hasta el último billete y moneda de colones para dejar en circulación únicamente al dólar, de manera exclusiva. La pérdida del valor adquisitivo del salario fue inmediata. Pero lo peor fue la fuga de las empresas que huyeron hacia Honduras y Nicaragua, haciendo que el desempleo se incrementara como nunca.

La quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008, terminó de agravarlo todo y la crisis económica acarreó una crisis política en el interior del partido de la derecha gobernante, cuando la oligarquía decidió que fuera el partido de izquierda el que intentara capear esa grave tormenta. Si todo salía mal, la culpa se le atribuiría a la falta de capacidad para gobernar de parte de los izquierdistas; si los rojos lograban sacar a flote al país, ya tendrían tiempo para recuperar el control de la administración.

Pero, entre tanto, a los Estados Unidos le nacieron rivales que le disputaron el control hegemónico del mundo. Los imperialistas entendieron que ya no era tiempo para seguir jugando a las democracias en América Latina, mucho menos para permitir experimentos neosocialistas, ni para dejar que las potencias emergentes se acercaran para amenazarle su área de control estratégico. Eso lo aceleró todo.

Para los Estados Unidos la única respuesta fue -como siempre- la vieja receta de la doctrina de seguridad nacional de los regímenes militares, al estilo pinochetista más bestial, del tipo de los de la Operación Cóndor. Pero ahora encubiertos bajo la fachada de dictadores civiles, engalanados por un envoltorio de propaganda desmesurada de oropeles y con el uso desmesurado de la propaganda a través de los medios digitales.

La debilidad de los partidos de izquierda y de la derecha tradicional, que nunca tuvieron la intención de construir una democracia que abarcara más allá de lo político, y que tuviera sustento en lo social, y sobre todo en lo económico, permitieron que la última esperanza del proletariado se perdiera en el camino. Le abrieron la puerta al odio y al  resentimiento social: ese fue el pedestal para que viniera bukele a liquidar la endeble democracia y a asesinar al estado republicano. El fascismo, como es bien sabido, solo puede existir sobre la base de un amplio apoyo ciudadano, y después son los fusiles.

La República ha muerto, empieza el momento en el que brillan de nuevo los sables en todo El Salvador, y con ellos el derecho penal del enemigo, irregular y expedito, contra los críticos de bukele que se ha autoerigido como la personificación del Estado.

[1] Dalton, Roque, Parábola a partir de la vulcanología revisionista (fragmento), en Poemas Clandestinos, EDUCA 3ª Ed.,  San José, Costa Rica, 1987, p.64

[2] Dalton, Roque, Un obrero salvadoreño piensa sobre el famoso caso del Externado de San José (fragmento), ídem, P.44

[3] Goitia Arze, Alfonso, El tema económico y social en los Acuerdos de Paz: 25 años después, en Perspectivas No 1 2017, Friedrich Ebert Stiftung, p4.

[4] Idem, p.6

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