Hacia la libertad por la cultura

De un tiempo para acá se ha vuelto un lugar común oír como se repiten los nombres de tres o cuatro novelas. Entre ellas resaltan Farenheit 451, en El Mundo Feliz y 1984, como si fueran las únicas distopías. Al menos eso es lo que han instalado en las mentes del auditorio los “analistas”. Y para los que no viven ávidos de un libro como compañía de viaje o ayuda para dormir, la literatura de ficción termina ahí, con Orwell y Huxley.

Por: Miguel Blandino

Me refiero a ese palabrerío de unos “expertos” politólogos y filósofos que se encaraman en los sillones de esas tertulias donde se realizan largas y repetitivas disecciones de procesos electorales o asuntos geopolíticos de actualidad periodística. Y nadie habla de lo que está en el fondo de lo que están hablando, de los intereses que están en lisa, de lo que se esconde debajo de la parafernalia exterior. Y si no van a fondo, tampoco plantean propuestas fundamentales, solo superficiales, cosméticas y epidérmicas.

Pareciera que fueran ecos de los discursos que les encomiendan desde el poder a los jefes de redacción de los medios, o las líneas que tienen que repetir como loras cibernéticas los yutuberos, tiktokeros y granjas de bots.

Los tertulianos casi siempre llegan a ser asesores de gobiernos encabezados por unos presidentes que antes de serlo su único currículo era el de  hijos de papi, locutores de deportes, actores de cine, payasitos, pastores evangélicos o pederastas con dinero.

Para esos expertos, La Rebelión en la Granja es el culmen de los planes de acción o programas de lucha frente a las profecías de los preclaros autores de los entornos de la Segunda Guerra Mundial y del asentamiento de las primeras dos más grandes revoluciones populares del fin de la Primera Gran Guerra: la mexicana y la rusa.

Y lo que nunca dicen –quizás porque no saben- los sesudos analistas es que las obras de Aldous y George son advertencias del apocalipsis que se viene sobre la humanidad ricachona si el pueblo toma en sus manos el poder, como en México y Rusia.

¡Patria sí, comunismo no!, es la consigna del partido de la ultraderecha salvadoreña nacido en 1981 para unir a todas las fuerzas reaccionarias que querían impedir una revolución comunista y ser su referente político ideológico en el tiempo de la cruenta guerra civil. El lema del gobierno criminal de El Salvador actual es el olvido de la historia.

Sin embargo, se equivocan los que reducen el género de ficción a aquellos dos grandes anticomunistas. La ciencia ficción es anterior al siglo pasado y su lista de autores es muchísimo más rica que solo esos dos más afamados de las últimas fechas.

De hecho, desde el siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX los hijos y nietos del notable francés Jules Verne llenaron las estanterías de librerías elegantes y quioscos de la esquina con sus obras.

Y no podía ser de otra manera, recordemos que desde los años medianeros de 1700 había comenzado la época de oro de la fe en la ciencia y en la tecnología y de la creencia ciega en la idea de progreso y de un futuro luminoso.

Eran esos los dogmas que tenían su raíz en la certeza palpable de que la primera revolución industrial había puesto en las manos del hombre las riendas de los instrumentos que sin duda conducían a un futuro pletórico de satisfacciones.

Y cómo  no iba a ser de esa manera, si paralelamente estaban desplegando todo su potencial las ciencias puras y las ciencias aplicadas. El conocimiento científico, validado por el método científico, abría la Caja de Pandora del saber y desgarraba los velos de todos los secretos: química, biología, física, sociología, psiquiatría, economía, rompiendo las cadenas de la ignorancia aseguraban la libertad frente a la enfermedad y la tristeza.

La tecnología, cual maravillosa crisálida, al romper el capullo dejaba volar máquinas, artilugios asombrosos, tejidos nunca vistos y sustancias medicinales para curarlo todo. La energía eléctrica escondida, las ondas hertzianas, la radiactividad, eran arrancadas de sus escondrijos para servir al hombre como esclavas y soldadas para someter a la madre natura.

Incluso las ideas más potentes salieron al campo de batalla para combatir contra todas las creencias milenarias. Reyes, dioses, leyes eternas, fueron cuestionadas y nuevos sistemas de pensamiento y modelos de sociedades libres, igualitarias, entraron a la contienda: liberalismo, socialismo, comunismo.

La esperanza se abría paso y todos, hasta los miserables, esperaban que sus mesas rebosaran de ambrosía.

En medio de esa eclosión del saber científico y desarrollo tecnológico materialista, venían de regreso al mundo las palabras de la orden divina del Génesis 1:28: “… Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sojuzgadla; ejerced dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra.”

Ni más ni menos que el mandato divino para llevar adelante la depredación ambiental y la despiadada explotación del hombre por el hombre.

Pero, para finales del siglo XIX estaba claro que aquella orden divina no iba dirigida para la humanidad entera, sino para unos pocos –poquísimos- privilegiados, los dueños del dinero y de los ejércitos y las armadas que surcaban los siete mares.

Entre los miserables estaba claro que su vida desgraciada era la voluntad de un supuesto dios que les daría a cambio la abundancia después de morirse. Pero para los que no estaban en esas condiciones de desesperación vital, detrás de las consejas de los poderosos y sus iglesias, detrás de la ideología, verdaderamente existían causas que determinaban que a unos la vida les sonriera y a otros les diera la espalda.

Incluso desde la primera mitad de ese siglo, el primero de la revolución industrial y de la conquista de China, tras la victoria británica en la Guerra del Opio, habían quienes escribían la súper explotación de la clase obrera y del hambre que asolaba a los que generaban las riquezas: Charles Dickens y Víctor Hugo hacían los retratos exactos de los mundos subterráneos de la Inglaterra y de la Francia brillantes, opulentas y poderosas.

Desde bien temprano esos dos autores desnudaban la cruda y descarnada realidad de la contradicción fundamental en el sistema capitalista: la gigantesca riqueza que llenaba las manos de los monarcas y de sus cortesanos, era la contrapartida de la maldición para el 99 por ciento de los súbditos, que morían antes de cumplir los 40 años de sus vidas miserables, en la extrema pobreza, en la más absoluta promiscuidad con roedores y cucarachas, de hambre y enfermedad.

Pero ellos eran la excepción. La mayoría de los autores eran optimistas.

Sin embargo, después de las grandes crisis humanitarias que trajo consigo la 1ª. Guerra Mundial, la destrucción de la economía del 24 de octubre de 1929, el éxito del dominio mental de Joseph Goebbels, el chantaje del uso de la bomba atómica al final de la 2ª. Gran Guerra y la terrible contaminación a nivel global del suelo, aire y agua, todas aquellas ideas de progreso y la fe absoluta en la ciencia y la tecnología fueron cuestionadas cada vez más por los trabajadores de la literatura en todas partes.

Viendo los cielos, la tierra y los mares, ríos y lagos, tan devastados por la degradación ambiental. Viendo animales silvestres, como venados o cocodrilos, acercarse a las zonas urbanas en busca de alimento, por la destrucción inmobiliaria de sus cotos de caza. Viendo a la minería arrasando con los campos de cultivo y las reservas de agua,  resulta tan evidente que el sueño de progreso y de libertad, es solo eso. Como advertía Calderón de la Barca en su famoso poema “porque quizás estás soñando, aunque ves que estás despierto”.

En El Salvador de la dictadura renacida el dictador manda destruir las bibliotecas y casas de la cultura municipales, y en su lugar crea “cubos” y ludotecas, con pantallas que envician y embrutecen a la gente con sus juegos adictivos.

Ha llegado el tiempo de la siembra y cultivo de las artes callejeras: músicos, cantantes, danzantes, teatreros, mimos, titiriteros, que vayan de pueblo en pueblo con la verdad.

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