¿Una selfie con los gusanos, Presi?

El 26 de septiembre de 2019, de pie en el estrado de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a pocos segundos de haber iniciado su discurso a la Asamblea General, el presidente salvadoreño hizo una pausa, dijo “perdón”, sacó un teléfono celular de uno de los bolsillos, se tomó un autorretrato (“selfie”) y les dio una cátedra a todos los viejos y no tan viejos que ahí estaban reunidos acerca de cómo se debe gobernar en el mundo y en cada país. Esta foto, dijo, va a ser vista por millones de personas en los próximos segundos, mientras que este evento no lo va a seguir casi nadie.

Por: Miguel Blandino

Desde aquella fecha al día de hoy no ha pasado demasiado tiempo, aunque para bukele y aquel veintisiete por ciento de los empadronados que le otorgaron su confianza y depositaron en él sus más preciadas esperanzas, ya se han escurrido casi las cuatro quintas partes del mandato para el que fue elegido.

El 7 de julio de 2022 trascendió que tres de las siete sedes del Instituto de Medicina Legal (IML) habían sido puestas en manos de enfermeros militares del Batallón de Sanidad de la Fuerza Armada de El Salvador (FAES), a petición del Presidente de la Corte Suprema de Justicia, Óscar López Jerez.

La medida fue estrictamente política, en orden a acoplar al IML al discurso propagandístico oficial, para impedir que pudiera conocerse toda la verdad acerca de la atmósfera de seguridad en que viven realmente las personas dentro de las fronteras de El Salvador.

Era lo más lógico. Si el discurso oficial dice que desde el primer día del actual gobierno se implementó un milagroso plan de seguridad denominado “Plan Control Territorial”, gracias al cual se abatió por completo la criminalidad, pasando de tener de diez a catorce asesinatos diarios a tener días con cifras de cero asesinatos, no solo no pueden haber cadáveres en el IML, con señas de haber sido asesinados, sino, incluso, no pueden existir cuerpos con señales de haber sido torturados en vida antes de ser despedazados y repartidos los restos en distintos lugares. No, porque ya no existen homicidios.

De hecho, el 14 de febrero de 2023, el presidente de la República de El Salvador, persona seria como cualquiera supone, afirmó -según una publicación nombrada semana.com– que “Van 300 días sin homicidios en El Salvador. La gente está feliz y sorprendida”. Un día más tarde, el reputadísimo periódico Diario El Salvador de la propia casa presidencial afirmaba que el primer mandatario había reaccionado muy emocionado al confirmar la inédita cifra de trescientos dias sin homicidios en todo el país.

¡Wow! Eso no lo pudo presumir ni el mismísimo General Maximiliano Hernández Martínez, el de la mano dura más dura que recuerda la nación centroamericana.

Entonces, para asegurarse de que nadie pudiera desmentir la versión oficial relativa a la ausencia de asesinatos, solo faltaba cerrar la puerta de Medicina Legal.

Ya el 10 de noviembre de 2021 se había conocido por la prensa que el jefe de la policía bukeliana había visitado al mediodía del día anterior la casa de la madre de los hermanos Karen y Eduardo Guerrero Toledo, Ivette Toledo, a la sazón secuestrados y desaparecidos desde hacía 53 días para “convencerla” de que guardara silencio y dejara de enturbiar la versión oficial de mundo feliz que se propalaba desde Casa Presidencial, con su clamor angustiado.

Pasados unos días ese mismo jefe policial le entregó, lleno de alborozo por su éxito, dos cuerpos a la angustiada madre. Nunca se supo si eran sus hijos pero ya no volvió a hablar del asunto, como si fuera cualquier asunto.

En realidad, la cifra de los asesinatos es una papa caliente para cualquier gobierno; las controversias en torno de ella ni es nueva ni es leve: es antigua y muy amarga, porque muestra palmariamente uno de los apartados de la agenda nacional en la que han fracasado una y otra y otra administración: de hecho, todas.

Durante los gobiernos anteriores, ciertamente, la confrontación entre el Ministerio de Justicia y Seguridad y el resto de miembros del grupo interinstitucional que se encargaba de hacer el “cruce” de las cifras -Fiscalía  e Instituto de Medicina Legal-, salía al público en general, gracias a la prensa. Agrias recriminaciones, fuertes y duros altercados salían a la calle, los unos diciendo unas cantidades, los otros diciendo que ni tanto.

Y es que el representante del presidente de turno quería reducir las cifras -por nítidas y muy comprensibles motivaciones políticas- y los otros dos, que eran quienes hacían el levantamiento real de los cuerpos y el reconocimiento forense de las causas reales de las muertes, no querían ser ninguneados por los políticos interesados en las encuestas de opinión más que en buscar y encontrar estrategias para resolver el problema de fondo.

Pero en este gobierno en el que reina la total oscuridad, precisamente en todo aquello  donde antes había algo de transparencia y se hacían ingentes esfuerzos por abrir todas las ventanas, no se sabe ni siquiera si aquel grupo interinstitucional todavía sigue existiendo.

Pero faltaba silenciar a los médicos forenses, a los técnicos de la morgue que se encargan del mantenimiento de los frigoríficos donde se conservan los cuerpos, a los choferes, a todo mundo, para evitar que alguien pudiera decir “yo he visto asesinados en este gobierno”.

Por eso recurrieron a los militares, porque son expertos en guardar secretos. Baste recordar un famoso chiste que se contaba durante el conflicto armado de la guerra civil, según el cual muchos soldados muertos llegaban a las puertas del cielo para que San Pedro decidiera si iban al paraíso o al infierno, pero los dejaba afuera sentaditos esperando, hasta hoy, por que se conociera la lista de muertos del ejército, pero el reporte del Comité de Prensa de la Fuerza Armada (COPREFA), con la lista real de muertos en combate, nunca llegó. La razón: el gobierno no admitía que la guerrilla les causara bajas fatales.

Pero negar los muertos no era lo único que hacían. También a las familias que llegaban a preguntar con insistencia por sus hijos soldados las obligaban a recibir y enterrar en ataúdes sellados los restos de sus seres queridos. Sellaban las cajas, supuestamente, para evitarles el trauma de ver el cuerpo desfigurado de su muchacho muerto en la flor de su existencia. “Para qué quiere verlo así”, les decían a los dolientes padres y madres. “Mejor guarde los mejores recuerdos de su juventud y alegría, cuando compartieron en vida”, les decían, tratando de convencerles.

El problema es que muchas veces el contenido del ataúd era una colección de piezas repetidas, dos piernas derechas, un tórax con cabeza o sin ella o con dos en vez de una. La cuestión era quitarse de encima a esa gente que molestaba con su pregón insistente “¿Dónde está mi hijo?, hace meses que no sabemos nada de él”

Aunque, a veces, muy raras veces, la historia tenía un final feliz, como la de un cadete residente de la ciudad de Usulután que, después de la navidad de 1984, apareció vivo en su casa ¡un mes después de haber sido sepultado! Había estado escondido todo ese tiempo porque, después de una emboscada de la que fue el único sobreviviente, decidió desertar y ya se sabe que el castigo para un desertor en tiempo de guerra es la muerte. A esta fecha el ex cadete aún vive. Se fue primero a México, donde ACNUR lo reconoció como refugiado y meses después, en diciembre de 1985, lo reubicó en Canadá.

Pero, volviendo al tema de la “obediencia debida” de los militares a su respectivo “alto” mando, como puede ser su “comandante general”, resulta que los enfermeros militares que ocuparon los puestos de los médicos forenses para la realización de las autopsias y la expedición de las actas de defunción, para las cuales no están preparados, tampoco podían dar el tratamiento requerido a los cuerpos puestos bajo su custodia.

Pero esos enfermeros tampoco podían reparar los frigoríficos y, con toda seguridad, tampoco el gobierno tenía la liquidez suficiente para mandarlos a arreglar, y tampoco  en todo el Ministerio de Defensa había personal técnico de confianza como para encargarle la tarea. Porque muertos no hay y nadie puede verlos, según la versión del presidente.

Al ver la militarización de Medicina Legal, las denuncias acerca de los riesgos que entrañaba esa decisión no se hicieron esperar, porque cualquiera sabe que los soldados no están preparados para esa tarea, como no lo están para infinidad de otras cosas.

Sin embargo, como respuesta gubernamental a esas advertencias, una parte del personal civil que ahí trabajaba fue “removido” -eufemismo por despedido-, otra parte fue trasladado -en represalia- a dependencias lejanas y, finalmente, solo los más “sensatos”, los que prefieren no ver, no oír ni decir nada, se mantuvieron en sus puestos. A estos últimos que guardan silencio sepulcral, nadie tiene derecho de hacerles una crítica en un país donde lo más crítico es encontrar un trabajo cualquiera, aunque solo sea para mantenerse con vida.

Finalmente -tenía que suceder-, ha estallado en la cara del presidente la bomba de tiempo de la que se le dio aviso con suficiente anticipación.

El 16 de marzo de 2023 -a nueve meses de la militarización- un grupo de representantes del Sindicato de Empleados Judiciales Salvadoreños (SINEJUS), se hicieron presentes a las instalaciones del IML, concretamente, a la morgue, donde los asaltaron unas nubes de moscas grandes y azules, probablemente Lucilia sericata, una díptera de la familia Calliphoridae.

Constataron las deplorables –dantescas, es mejor adjetivo- condiciones de trabajo en que están sumergidas las vidas de todo el personal del Instituto de Medicina Legal y los alrededores: Corte Suprema de Justicia, por ejemplo.

De la inspección presentaron un informe que es terrible. Pero, como se dice en la calle, “una imagen vale más que mil palabras”. Y no solo fue una imagen: fueron varios los videos que hicieron con sus teléfonos celulares aquellos sindicalistas. Y todos tienen la cualidad de estremecer hasta al menos impresionable.

Así como el inolvidable momento de bukele en la ONU, la primera vez que estuvo ahí, las imágenes de miles de gusanos saliendo de las gavetas que contienen los cadáveres y caminan por las paredes, el techo, el piso, los zapatos, la ropa, por todas partes, es uno que va a quedar registrado como un momento emblemático de su gobierno desastroso, calamitoso, para los salvadoreños que no pertenecen a su grupo privilegiado.

¿Una selfie con los gusanos, señor presidentito?

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