Crónica de ocho horas sin patria

Lugar: Sala de migración del Aeropuerto de la Ciudad de México DF. Sábado 6 de Noviembre de 2021. Viajeros en tránsito, es decir no tienen visa mexicana, y tienen que permanecer encerrados por horas, días, semanas, y según supimos, hasta meses, gracias a la burocracia mexicana que irrespeta los más elementales derechos humanos, violentados impunemente, con sarcasmo e ironía.

Por: Ennio Maldonado

En ese cuartucho, que al parecer es tierra de nadie, durante ocho horas que pasé encerrado con otros cuatro compañeros de viaje, sucedieron cosas como estás, vea usted:

Una sala con tres camarotes, algunas colchonetas donde duermen mujeres y niños de diversos países y uno que otro hombre cabecea en una trilliza y chillona silla de metal. De entrada se siente la tufarada que sale de los baños ( El de las mujeres está fuera de uso, rebosante de inmundicia y el de los hombres también). En el segundo piso de la litera duerme un hombre hace días, no come, no habla, se sabe que respira.

“Entreguen sus teléfonos celulares”, ordena un hombre que finge ser campechano, lo más parecido a Capulina. Algunos lo entregan y otros, rápido, lo guardan en sus maletas de mano. Capulina no quiere (por orden superior, seguro) que quede evidencia, para que nadie llame a sus familias ni nadie filme lo que allí sucede. Y allí suceden cosas como estas:
Un niño de meses estira el pezón de una joven madre proveniente de Aruba, los pechos de la muchacha no dan más leche. El pequeño llora. Los últimos tres días la muchacha sólo ha comido pan con mantequilla dos veces al día, cortesía de la infame aerolínea que la llevó hasta allí. “ A mi esposo, que es venezolano, lo llevaron a otra sala, nos separaron y no sé dónde está. La autoridad vino y sacó a todos los hombres venezolanos y cubanos. Igual les confiscaron sus pasaportes y celulares”. Él niño no para de llorar. “ A los que quedamos aquí nos ordenaron que quitáramos los cordones de nuestros zapatos y se los entregáramos. Por aquello de que alguien pudiera suicidarse. Creo”.

Una mujer venezolana me cuenta cómo ella, que al parecer es la líder de sus otras compatriotas: sus hijas, nietas, y amigas, han sobrellevado ese encierro obligado: “ Nos las hemos tenido que tragar, dice y suspira largamente, y me habla de cómo era su vida en Venezuela antes de Nicolás Maduro. El único hombre venezolano que viaja con pasaporte argentino (decomisado también), se une a la plática. Es un hombre alto, cercano a los cincuenta años, ve con cierta tranquilidad el momento que están viviendo y en vez de maldecir a su gobernante, me habla un poco de sus demás compañeros de infortunio. “ Ve aquellas mujeres que duermen juntas boca abajo: Son chinas, llevan encerradas aquí diez días, aquellas señora de la esquina es de la India, lleva días sin comer, está que duerme en este camarote no ha hablado, no le conocemos la voz”. mientras conversamos, nuestra plática es interrumpida por los gritos de niños que corretean en ese reducido espacio, inocentes de lo que pasa, con sonrisas pícaras y cómplices, juegan a cualquier cosa.

Dos oficiales de migración serios, vistiendo chalecos fosforescentes, acompañan a una hermosa negra jamaiquina que sienta por ahí y llora desconsolada, abandonada en un no lugar, en un no tiempo, porqué aunque un viejo reloj de pared marque las ocho, no se sabe si es de día o de noche y te quedas allí como en espera de alguien que no existe. Cuando la morena jamaiquina se tranquiliza me le acerco y trato de consolarla: Me mira entre lágrimas y me dice “ I just need a fucking Phone”. (Sólo necesito un teléfono de mierda). A fucking Phone. Lo repite en un tono que va desde la calma hasta la rabia. Hablo con Capulina sobre la llamada para la morena jamaiquina y con una sonrisa burlona me responde que el teléfono no sirve.

Luego entran otros y otros extranjeros que conforman la diáspora latinoamericana. Unos regresan derrotados, con sueños frustrados a sus países, otros intentan el viaje al otro lado de la frontera o al otro lado del atlántico. Vienen a sumarse a este grupo de nadies, a este mundillo absurdo, kafkiano.

¿Qué hemos hecho para que nos traten de esa manera? Me comenta una señora que ha estado callada, fingiendo dormir. “Nos tratan como animales, no nos merecemos esto, Señor”. Alguien pide que baje la voz, que la pueden deportar si la escuchan los todopoderosos capulinas. Entran otra vez los gendarmes y preguntan por alguien, una mujer que venía en nuestro mismo vuelo desdé Honduras, se pone de pie.” Acompáñenos”, le ordenan y la custodian como a alguien que va al matadero. La mujer va muerta de miedo. No la volvimos a ver. Tampoco la vimos en nuestro destino final.

Llega alimento para los que volamos en una aerolínea distinta. No , no podemos comer a gusto sabiendo que otros no han comido decentemente en los últimos días, así que compartimos. Da vergüenza ser humano.

Un agente de migración irrumpe en ese espacio y lee tres nombres en tres pasaportes. Una madre y sus dos hijas adolescentes, se despiden de nosotros con una sonrisa de satisfacción. Con la sensación de libertad que sienten los que salen de la cárcel.

Pasaron las ocho horas que nos correspondían de encierro. Una señorita, con chaleco de gendarme nos llama uno a uno y nos pide que la acompañemos. Nos despedimos de los que conocimos y hasta nos abrazamos. No soy escritor en el sentido estricto de la palabra, pero al despedirnos la mujer venezolana me dice al oído: “ Si puede escriba algo, denuncie esto que estamos pasando. Adiós.”

Y eso es lo que intento hacer con este escrito.

Diez días después, de regreso a mi país, me encierran en el mismo lugar por cuatro horas, la mitad de la primera vez, tiempo suficiente para ver nuevas caras, nuevas caras que, sin hablar, cuentan la misma historia.
¿Quién maneja los hilos de este drama humano minúsculo y gigante a la vez? Uno quisiera pensar que no es parte de la política exterior del gobierno mexicano, qué es solo un error que cometen los mandos intermedios e inferiores del departamento de migración, que esa conducta prepotente de algunos empleados de esa oficina no es la norma. Confiscar temporalmente los pasaportes de todos los migrantes por no tener visa está bien (Este es su país, este es su estado, su soberanía y tenemos que respetar sus leyes). Pero el maltrato, la humillación y la degradación contra cualquier ser humano es un acto abominable, condenable. La estigmatización ya sea por raza, ideología política o país de origen es algo aberrante. Cruel.

Hermanos mexicanos: hagan algo.

Tomado de www.elheraldo.hn

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