El Megáfono

Por: Francisco Parada Walsh*

Todo sucedió en la Alemania de 1920. Era apenas un joven que cursaba la secundaria. Me paré en una de las calles más transitadas de Berlín y saqué de un destartalado maletín un viejo megáfono que había pertenecido a mi padre y a pesar de la muchedumbre que transitaba tal calle no tuve reparos en empezar a gritar a todo pulmón lo que para mí era lo mejor para una sociedad.

Mis chillantes gritos no dejaban de asustar a más de algún distraído transeúnte lo que causaba alguna risa en mi persona y cual un pequeño predicador empecé a gritar: “Debemos  hacer del mundo un lugar donde todos podamos vivir en paz, nunca más una guerra, amémonos los unos con los otros” y mientras mi galillo no daba más de la nada aparece un niño rubio con un abrigo café y una bufanda negra y me interrumpe, al principio me enojó pero al ver el interés del pequeño que quería decirme algo dejé de gritar y cuando dirigí la mirada hacia el mequetrefe apenas escuchaba lo que tenía que decirme y tuve que decirle que alzara la voz y con sus manos entrelazadas en la espalda me dice al oído: “No grite más, pierde su tiempo, el mundo siempre será un lugar malo, usted puede gritar todo lo que quiera pero a nadie parece importarle, todos lo escuchan pero nadie tiene interés en dar amor, en servir al otro”.

Me sentía confundido que un mocoso viniera a decirme que lo que yo gritaba al mundo era una farsa, cosa que no cayó en gracia, me hinqué y sacudí al chiquillo del abrigo y le dije: “Que no te das cuenta que todos los hombres debemos vivir como en el paraíso y servir al más necesitado”, el chico no pareció inmutarse, sus coloradas mejillas y sus ojos verdes no despegaban esa intensidad tan molesta; fue entonces que aproveché ese momento y empecé a gritar con todas las fuerzas de mi alma: “Hagamos del mundo el hogar que necesitamos, no podemos seguir robando al pobre, ante Dios todos somos iguales, demos lo mejor de nosotros sin esperar nada a cambio, no debemos seguir mintiendo en el nombre de Dios, no, la verdad debe ser algo inherente a la humanidad y nunca más se debe poner una persona en contra de otra, nunca más una guerra donde el pobre asesina a otro pobre que nunca conoció por el capricho de los dueños de las armas y del miedo”.

Por un momento pensé que mi extraño visitante se había marchado pero no, estaba viéndome con una mirada penetrante y parecía reírse de mi perorata y nuevamente  me indica que quiere decirme algo al oído, me agacho y a pesar del gentío que casi nos escapaba a botar me dice suavemente: “Señor, no pierda su tiempo, parece que usted no entiende a pesar de ser mayor que mí, usted grita como loco las cosas que seguirán sucediendo en la vida, nadie le hará caso, el mal debe existir, si solo existiera el bien, se imagina qué aburrido fuera el mundo; no estoy en contra de lo que hace pero a nadie le importa, vea cómo pasan las personas, todas tienen prisa, nadie se detiene a escucharlo y todos creen ser buenos, todos creen que dan lo mejor de sí pero todo en la vida es una farsa, ya váyase a  casa, su madre ha de estar muy preocupada por su ausencia, ya no insista por favor”.

Cada vez me sentía más confundido, ya no sabía si debía permanecer gritando en esa concurrida esquina, no, cuando busqué al chiquillo rubio había desaparecido, pensé que era una alucinación pues segundos antes estuvo junto a mí, pensaba en sus palabras, no sabía qué hacer, decidí subirle el volumen al megáfono y empecé a gritar nuevamente: “Roben, mientan, asesinen, quemen en la hoguera a todo aquel que no piense como ustedes”. La multitud se detuvo, todos empezaron a aplaudirme, me sentía incómodo pero feliz, nunca me habían prestado tanta atención, nunca. Entendí que el mequetrefe tenía razón, el mundo es un lugar donde habitan los diablos, no es el infierno. El infierno somos todos.

*Medico salvadoreño

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