En Aquel mi Viejo Pueblo | Libro escrito por Leticia Qühl

Leticia Angélica Menjívar Zavaleta, nació en Sonsonate el 25 de octubre de 1927. Sus padres fueron: Don Ángel Menjívar y Doña Ernestina Zavaleta de Menjívar.

Su infancia y adolescencia transcurrieron en su pueblo, en contacto con la naturaleza, las tradiciones y la cultura del mismo. Disfrutaba mucho de la lectura y de las historias y relatos que le contaba su madre (mamá Tina). Estudió en el colegio Santísima Trinidad, fundado en Sonsonate en 1933, el cual se considera “La Casa Madre” en Centroamérica, de las monjas “Oblatas al Divino Amor”, quienes llegaron de Italia a tierra salvadoreña.

A los veinticinco años contrajo matrimonio con Rodolfo Qüehl y se radicaron en San Salvador. Tuvieron cinco hijos: Rodolfo, Mario, Karla, Roxana y Mónica. Fue una madre ejemplar y una buena líder de la familia. Tuvo la dicha de ser abuela y también bisabuela.

Su amor por la literatura, la llevó a escribir poemas y relatos que reflejan siempre su amor por el terruño que la vio nacer y que se han convertido en una mezcla de historias y tradiciones interesantes, divertidas y muy amenas, atesoradas desde su infancia y muy apreciadas por la familia.
En 1980 y en busca de otros horizontes, emigró a la ciudad de San Francisco, California, con sus cinco hijos, donde vivió durante cuarenta años. Este lugar se convirtió en su segundo hogar y último destino; pues falleció en el 2020, en su casa, lejos de su país natal, pero rodeada de sus seres amados.

El libro “En aquel mi viejo pueblo”, es una muestra literaria de 9 relatos alusivos a Sonsonate, escritos con la memoria fresca y la nostalgia del pueblo que nunca olvidó.

Karla Qüehl Chang

Prefacio

Así era mi pueblo: como una piedra grande de esmeralda sin pulir, engarzada en un valle de vegetación exuberante y de manantiales cristalinos que brotaban de entre peñascos. Y fue esa exquisita visión la que motivó al conquistador a exclamar asombrado: “¡Oh, Dios!, sí que es verdaderamente bello. Y no exagero cuando os digo que alrededor de cuatrocientos ojos de agua conté durante nuestra expedición”. Les comentó a sus hombres, mientras tomaban un descanso al final de su exploración. “Es esa la razón por lo que es tan verde”, terminó murmurando para sí, con la mirada puesta en la transparente lejanía.

Y es allí, en ese valle, donde en tiempos de la colonia fue fundado mi pueblo, el que bautizaron con el nombre de: Santa María de la Cruz.

Yo lo recuerdo como si hubiese sido ayer: con sus casas solariegas de voluminosas paredes; puertas de dos hojas, de madera sólida y tallada; amplios balcones enrejados y grandes zaguanes con pesados aldabones. Sus calles empedradas, y arboladas unas y sus angostas aceras, de piedra laja.

Tapiales de adobe visto o repellados, que circundaban los patios de algunas viviendas, guardaban los jardines y los huertos caseros; desprendiéndose de algunos de ellos, gajos de flores trepadoras que los bordeaban.

Tiestos con plantas adornaban algunas ventanas sin enrejados, de pequeñas viviendas sin zaguanes y de casas de vecindad.

Como me gustaba recorrer las calles de mi pueblo, lo hacía siempre que me era posible. Desde niña comencé a sentir ese anhelo; pero fue hasta que llegué a la adolescencia, que gocé de cierta libertad para hacerlo. Libertad de la que yo abusaba, pues mis padres me daban la mano y yo me cogía el codo. “Voy a casa de los abuelos” decía, a veces, desde la puerta y ya con los dos pies en la acera; o, “regreso luego, voy por aquí nomás”. Y así, sola, sin ninguna compañía, porque era como me gustaba hacerlo, comenzaba mi caminata. Y con el inmenso afán de conocerlo todo, me internaba a veces, por callejuelas y atajos que me llevaban hasta las afueras.

A cuánta gente encontraba en mi camino la saludaba con amabilidad. Y si me daban la oportunidad me extendía un poco más. La cosa era ganarme su simpatía, pues además de que me gustaba platicar, me sentía más segura.

Y fue así que llegué a conocer hasta los más recónditos rincones y hasta las más humildes y pobres viviendas. Viviendas sin color, hechas de cualquier material, levantadas en lugares donde los días grises se veían más grises.

Al principio pensaba, con inmensa pena, que ese fenómeno sólo se daba en mi pueblo; pero luego me fui dando cuenta de que eran estampas características de todos los pueblos y de todas las ciudades.

Y así, un tanto pensativa y triste, volvía a mis pasos. Y cambiando de rumbo me dirigía hacia la alameda de árboles centenarios, alineados a lo largo de sus calles de guijarros, a cuya sombra se encontraban frescos bancos de piedra plana, que invitaban a gozar de un placentero descanso; mientras se contemplaban con deleite sus coloridas y sugestivas alfombras de verde musgo y las florecillas silvestres esparcidas por todos lados, al mismo tiempo que se percibía el suave murmullo de uno de los tantos arroyos, que en mi pueblo había, corriendo plácidamente entre los arbustos.

Era esa alameda el lugar favorito para ir a caminar, a leer o a escribir; también para encuentros furtivos de los enamorados.

Magistralmente distribuidas se encontraban las cinco iglesias coloniales construidas de piedra y calicanto, con sus esbeltas torres campanarios y sus campanas de bronce, traídas de España. Las que tañían los sacristanes con entusiasmo o recogimiento: repicando para misas y doblando para muertos.

En torno a las iglesias se fueron formando los distintos barrios, los que adoptaron el nombre de su parroquia: Barrio de la Virgen del Pilar, de Santo Domingo de Guzmán, de Nuestra Señora de los Ángeles, de San Juan Bautista y el de la Virgen de la Candelaria; siendo este último el escogido como barrio principal, al que se le agregó el nombre de: Barrio de El Centro. Y la Virgen de la Candelaria fue la elegida para patrona del pueblo.

Ubicado en un gran espacio cuadrangular y arbolado, se encontraba el Parque San Rafael, lugar favorito para ir a pasear los domingos por las tardes y los días festivos, para deleitarse con los conciertos que ofrecía la banda municipal, apostada en su lindo y artístico kiosco.

De los cuatro costados que lo circundaban: en uno se encontraba la Iglesia de la Virgen de la Candelaria, rodeada de un amplio atrio con barandal; en otro, enmarcado por un pórtico, estaba el antiguo edificio del Ayuntamiento. Y en los otros dos restantes: los portales con sus pisos enlajados y bordeados de recios pilares de madera. Y era allí, donde se ubicaban los almacenes exclusivos.

Calles más abajo, en una enorme plaza, se encontraba el mercado con sus ventas bajo toldos de lona y de manta dril, y un conjunto de medianas y pequeñas casas comerciales se ubicaban en esa zona.

El rio El Montañero, cuyas suaves corrientes atravesaban plácidamente el pueblo, lo dividía completamente en dos y lo unía por tres puentes con bases arqueadas, construidos de piedra y argamasa.

Tranvías sobre rieles y tirados por mulas hacían su recorrido a lo largo de la calle principal de cada barrio, extendiendo sus servicios hasta villas y poblados vecinos.

El Hospital San Juan de Dios, el Monasterio de San Francisco de Asís, las iglesias y otras antiguas edificaciones, monumentos coloniales todos, eran joyas que mi pueblo guardaba como su más preciado tesoro.

Y así, a veces, entre nostálgicos y fascinantes atardeceres, me da por recordar estampas de aquel mi viejo pueblo con sus legendarios personajes, sus cautivantes tradiciones, sus leyendas, su historia, sus alegrías, sus tristezas…

Tal me parecía que mi pueblo iba a permanecer siempre así, como lo grabé en mi mente: como una espléndida pintura en color sepia, estampada sobre un enorme lienzo, apacible y señorial, que se estaría restaurando, sin alterar su cautivante belleza original. Es así como lo hubiese querido recordar por siempre y que desaparecieran de mi mente, sus tristezas y sus insospechados dolores.

Y fue en ese mi viejo pueblo donde sucedieron las historias que me relatara mi abuela. Las que yo escuchaba embelesada y sin pestañear. Y al recorrer, muchos años después, sus aceras encementadas, sus calles asfaltadas, y sus grandes áreas antes arboladas, y ahora, taladas y urbanizadas, con nostalgia infinita recordé aquellas angostas aceras de piedra laja, aquellas calles empedradas, aquel sereno verdor que se volvió en gran parte amarillento, aquellos tapiales de adobe con las enredaderas de veraneras y de siemprevivas y…

Mucho de lo que yo viera desde que tuve uso de razón y más allá de mi adolescencia, si aún permanece allí, se encuentra perdido entre esa turbulencia.

Y así, mientras recorría algunos lugares donde se dieron aquellos impresionantes sucesos, como por arte de magia, acudieron a mi mente los protagonistas con sus idiosincrasias; tal y como mi abuela me los describiera. Y al remontarme a esa época sentí una extraña sensación, como si de repente todo aquello estuviese sucediendo ahora y no ayer.

Y presa de un infinito deseo de contarlo, sin pensarlo dos veces, me senté al borde de una acera, calle de por medio, justo frente al atrio de la Iglesia de la Virgen del Pilar, quizá la más antigua de todas. Y al tiempo que me deleitaba en la contemplación de su imponente y bella portada, con el corazón oprimido, comencé a escribir: En Aquel mi Viejo Pueblo.

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