ESPAÑA: Fracasos y éxitos de la extrema derecha

No fueron nada buenos estos resultados para la extrema derecha. En absoluto se esperaba Vox perder 19 diputados tan solo dos meses después de lograr instalarse en varios gobiernos autonómicos y municipales de la mano del PP y augmentar su representación en todo el Estado.

Por: Miguel Ramos*

Las caras de sus líderes en los vídeos publicados lo dicen todo. La extrema derecha española, al contrario que la del resto de Europa, se ha quemado en poco tiempo, y parece haber tocado techo, quedando ahora relegada a muletilla del PP como lo fue Cs progresivamente hasta su extinción.

Pero sería engañarnos si creyésemos que este fracaso electoral de Vox es la derrota de su proyecto. Las ideas de Vox llevan ya unos años infectando el sentido común de una parte de la población, normalizando unos odios y unos supremacismos que, hasta ahora, tan solo defendían sin vergüenza grupos marginales de extrema derecha y cuñados insolentes en Nochebuena, y que ahora vemos en prime time en todos los medios y en las instituciones cada día. Quizás en otras circunstancias, este partido recupere terreno perdido. Todo dependerá de múltiples factores en un futuro, pero hoy toca analizar el hostiazo del domingo.

Vox no inventó ni trajo el racismo, el machismo, la homofobia y el clasismo, tan solo lo reivindicó dándose golpes en el pecho. Y a tan simiesco ritual se unió una parte de la ciudadanía por un tiempo. Pero la sobreactuación de los ultras ha sido un arma de doble filo, y quizás existe un votante conservador que no se siente cómodo con el constante postureo y la manifiesta inutilidad de sus representantes. Así lo han castigado por ejemplo en Castilla y León, donde gobiernan PP y Vox, y este último ha perdido cinco diputados en estas últimas elecciones quedándole solo uno. Y es que una cosa es ladrar desde la valla, y otra, tener que trabajar.

A la inutilidad de Vox hay que sumar la vergüenza que hacen pasar a algunos de quienes les votaron. Que los representantes de Vox se aparten entre risas de los minutos de silencio por las víctimas de la violencia machista, o que dejen a sus seguidores más nazis exhibirse sin pudor, podría haber situado en un lugar a una parte del votante conservador donde no quiere estar. Casi un millón de personas han dejado de votar a Vox y han vuelto a papá PP o se han quedado en casa. Y eso que el PP ha hecho algún que otro guiño al trumpismo voxero, como ya hizo Ayuso en su campaña madrileña.

Lo que Vox sí ha conseguido estos años es haberse presentado como una suerte de irreverencia antisistema contra la corrección política impuesta por la dictadura progre y los buenistas. Han hecho creer a una parte de la población que ‘el sistema’ son los derechos y no las élites económicas de las que dependen nuestras casas, nuestros salarios, nuestro medio ambiente y nuestras vidas. Y aunque no todos estos les hayan votado, sí que existe este magma reaccionario que transita bajo tierra como un grano de pus que puede salir en cualquier momento.

Y es que la ultraderecha ha conseguido armar todo un ejército de acólitos que pregonan este nuevo evangelio por todos los canales posibles, aunque sus vídeos y sus redes no lleven el logotipo del partido. Sus ideas venden. Aseguran espectáculo y no amenazan al poder. Son asumibles. El veneno, en pequeñas dosis, es psicotrópico, dicen. Y a ello juegan algunos, desde programas de televisión conscientes perfectamente de lo que hacen, hasta el PP, capaz de hablar con lengua de serpiente si procede para hacer un guiño a esos hijos rebeldes que un día se fueron a casa del tío Santi y que algún día volverán a casa. Como acaba de pasar ahora mismo.

Esto es lo que se denomina la batalla cultural, lo que viene haciendo la extrema derecha desde que en los 70 se repensó la estrategia neofascista en los laboratorios de la Nouvelle Droite francesa y que hoy ha conseguido situar a los herederos del fascismo en puestos de poder en medio planeta. Estirar el centro político cada vez más a la derecha. Lepenizar los espíritus, como se dijo en Francia hace décadas, y que hoy en Europa se evidencia con conservadores y socialdemócratas, y hasta alguno que se llama comunista, hablar de determinados temas en el mismo idioma que estos posfascistas. Esta es su victoria más allá de los votos. Y esto es lo que nos debe preocupar a pesar de sus pésimos resultados electorales de anteayer.

En estos tiempos que nos toca vivir, la inversión y el esfuerzo está en gran medida en las redes sociales y en los medios propios. Los algoritmos son aliados imprescindibles para los ultras, y no es casual que, si buscas qué es el feminismo en varias plataformas, lo primero que te aparezca sea cualquier basura misógina con millones de visitas. Por no hablar de los infectos canales de Telegram donde la ultraderecha y la cloaca conspiranoica se mueve entre zurullos.

España, sin embargo, contuvo el domingo su crecimiento electoral, y logró frenar, al menos de momento, un gobierno del PP con Vox. Si en estas elecciones ha funcionado el miedo a la derecha, los partidos que han logrado ese voto de contención tienen una enorme responsabilidad para articular políticas que sepan neutralizar aquellas grietas por donde se cuela el odio. Esa precariedad que amenaza a tantas personas y cuya desesperación y falta de soluciones les puede hacer abrazar a cualquier salvapatrias. Una vez han logrado parar a la ultraderecha en las urnas, ahora toca hacer políticas que la desactiven, y esto no pasa por parecerse a ellas mercadeando o prescindiendo de los derechos humanos, como viene pasando en temas migratorios, política exterior y en tantos otros asuntos donde la derecha actuaría parecido a como lleva haciéndolo un gobierno que se llama progresista.

Esta debacle de Vox no sabemos si es circunstancial o marca ya el techo de la extrema derecha en España hasta ahora bien acomodada en el PP. Pero nos debe hacer parar y reflexionar todavía más sobre dónde y cómo logra convencer a alguien de clase trabajadora de que su peor enemigo es otro trabajador o trabajadora, o los derechos de determinadas personas que tan solo piden vivir en paz y con la misma normalidad que otros a los que no les persigue su identidad o sus circunstancias como un estigma o como una condena a muerte.

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