Relato | La peche Trini

Era alta, seca y huesuda, y se llamaba Trinidad de Jesús Pichinte. Al principio le decían Trini, pero con el tiempo le agregaron la peche. Su rostro estaba herido por incontables arrugas a pesar de su mediana edad. Sus ojos eran claros y tristes; y sus labios pálidos, rara vez se abrían para sonreír, y cuando lo hacían, dejaban ver con discreción una dentadura de muy mala factura.

Por: Prof. Mario Juárez

Calzada con sandalias ‘Gina’, usaba siempre vestidos largos que no pasaban del blanco o azul; y su cuello lo adornaba con un escapulario café, y en el dedo anular de su mano derecha portaba un delgado anillo de carey.

Siempre escuché que la peche Trini había conservado ese anillo de carey como recuerdo de un hombre de buena apariencia, matón y grosero, que luego la abandonó, y como promesa de amor, le prometió volver, pero que nunca regresó.
Casi siempre andaba de mal humor. La gente decía que era por falta de marido y porque su vida había sido un infierno.

Con el tiempo, la peche volvió a abrir las puertas de su corazón y conoció, en una feria, a un hombre, enjuto como ella, que, como el anterior, le prometió bajarle las estrellas y entregarle la mar y sus conchas y perlas. Inmediatamente se acompañaron y alquilaron un cuartucho de un mesón, donde, por las noches, los vecinos se indignaban al escuchar las carnalidades de rigor. La peche creyó recuperar la felicidad.

Había algo que manchaba la reputación de la peche: su lengua filosa, que entraba en acción cada vez que sucedía un hecho digno de ser sabido; sin embargo, se hacía de orejas pachas al saber que en el pueblo corría el rumor de que Estanislao, su nuevo amor, no era más que el mejor ladrón de la comarca, un maestro en el arte de la cuchilla… La gente le tenía pavor, tanto a la cuchilla de él, como a la lengua de ella.

En cada ocasión que Estanislao atracaba a algún transeúnte en alguna esquina semioscura, solía decir con altanería: “¡Con esta peche Trini no se me escapa nada ni nadie!” Con sus habituales pantalones holgados, sus zapatillas y sus camisas desabotonadas y su singular boina de tela corduroy, acechaba a sus víctimas, que eran mujeres en su mayoría. Tenía un diente de oro, que brillaba cada vez que sonreía.

Y como se dice popularmente “los nunca siempre llegan”, cierto día, mientras la Trinidad de Jesús, como una reina, en su cuarto se fundía en su telenovela favorita de la noche, su galán pisaba los talones de una mujer elegante, vestida de rojo, de agrio semblante. De pronto, Estanislao miró a ambos lados y se dio cuenta de que la calle estaba desierta y vio, con gran sorpresa, que la chica venía a su encuentro con un revólver en su mano izquierda. Todo el mundo escuchó dos detonaciones. El hombre cayó al suelo. La mujer se acercó y le dijo a media voz: “Hoy no te socorrió tu peche Trini”.

Los oídos de la peche Trini supieron de la tragedia; pero no lloró, ni lo lamentó. Jamás en su mente cruzó la idea de que su marido la dejara inmortalizada en el argot de los ladrones, que asaltan con puñal o navaja.

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