El oficio de escribir

Puedes sentarte todos los días, muchas horas, darle sin tregua ni recreos fútiles. Meterle mano infinitas veces. Imprimir y tener una perspectiva más global que verlo en pantalla. Volver a corregir sobre lo corregido hasta olvidar qué había escrito antes. Dar vueltas oraciones. Ser más específico en ciertas cuestiones. Convertir en diálogos algunas explicaciones. Vampirizar hasta el último giro ingenioso que te quede sin haber usado. Poner las réplicas más venenosas. Hacer que se haga la luz en cualquier noche oscura de ideas. Eliminar todo cuando sea entelequia sumergida en el mar de los sargazos.

Agarrarte la cabeza, rascarte el cuello, la nariz y los sobacos, mientras el ojo de tu mente se deja caer, al mejor estilo Alicia, por los agujeros negros donde te estaría esperando tu búsqueda. Eso y mil cosas más puedes hacer desde la unidad silla-culo caliente. Con o sin inspiración. Poniendo lo que consideras lo mejor tuyo. E intentando aplicar las indicaciones que tanto te reiteraban los coordinadores de los talleres narrativa de periodismo I en los que te anotaste en la UBA. Ahí donde llegaron a alabarte alguna que otra página por la que no dabas nada y te creíste habilitado para dar por sentado que cualquier verborragia que se cruza por tu mente se merece un texto. Independientemente del género en que lo quieras meter.

Así y todo, nada te garantiza que el resultado de tantas horas de trabajo invisible y de las que pasas sobre el mini teclado del iPhone inmovilizándote las cervicales, pueda tener algún sentido narrativo. Digo: que eso que escribiste y más allá de lo que opinen tus diez amigos funcione por sí mismo, y que rinda, no digamos un tiempo, ni las zonas erógenas que te tocas algunas veces por días, ni los desacomodos alimenticios invertidos sino la esperanza que pones en la actividad, y te rescate de esa idea obsesiva de para qué lo hago, si al final del día no se si le dan valor los demás, y que soy yo mismo primero.

Porque el oficio periodístico te pide tiempo y síntesis, como el Covid 19 de la vida. O cuando haces de bombero ilustrado que transporta data de conflicto de aquí para allá: hoy Ucrania, mañana Colombia y después Chipre, a veces Túnez. Y allí también tienes vacíos pendientes donde clavar la estaca y colgar lo que fuera necesario para que la crónica se ajuste al espacio preasignado y satisfaga a lectores a quienes no les importa de qué hablás sino que los mantengas un tiempito dentro de la editorial del medio, como quien compra tal marca de queso queriendo paladear el mismo sabor, no otro. No. Hablo de eso, cómo llamarlo, en lo que te metes solito, de puro francoescribidor que creyó ver pasar un funcionario público en un puticlub, y ya no sabe si contarlo pues el mismo le cabe el mismo es parte de una historia desesperada que, supones y hasta que no le tires unos párrafos nunca tendrás la menor certeza, anda por ahí. Ah, y no me vengas con eso de la auto complacencia: “eres un genio!” Ni con que el inconsciente no puede observar el consciente que antes fue inconsciente. Ni con que te encandilás con tus propias frases robadas. Por favor explícame con otra cosa que me de cuenta qué causa crea puntos ciegos que juegan a las escondidas con lo que resulta obvio a los ojos de cualquiera que le de caña sobre tus metrallas de palabras. ¿Qué App necesitaría tener el todopoderoso de la mente para discernir en lo propio eso que resulta más claro en texto ajeno?

Un esfuerzo que no aparece a fuerza de trabajo ni de poner el despertador a tal o cual hora, ni de proponérselo. Y que solo, o recién, y no siempre, se deja ver cuando se te cambia la mirada y te releés desde el efecto distancia: cuando eso que está ahí deja de parecerte tuyo y pierde relación con todo lo que ya sabés al respecto. Y puedes (el lector podrá) reconstruir estrictamente con lo que se desprende entre lo dicho y lo no dicho, entre cómo lo dices -y desde dónde tú hablas o escribes- y te corres a un costado para interferir lo menos posible entre lo que quieres decir y lo que el escrito ya es capaz de representar.

Y cada vez que vuelves a enredarte con otro editor de esos que están allí por ser amigo del dueño, y te dirá que tu texto es excelente, pero tú sabes que no. Así muchas veces hasta que llega un día –el medio menos pensado– en el que se te revelará que justamente ese misterio de no saber ni estar seguro, y que da sentido a este oficio basado básicamente en la pérdida del tiempo + ganancia del acervo. Como el fracaso como vía de acceso (“Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Intentalo de nuevo. Fracasá otra vez. Fracasá mejor”, como decía Samuel Beckett). Con la premisas de que en los gustos hay control y en el disgusto la posibilidad de hacer algo nuevo. Dirán que eres un polémico crónico, un dañado irreversible, que estás condenado de por vida a la insatisfacción. Montones de cosas más dirán de ti. La mayoría probablemente cercanas a la verdad. Cualquiera con un poquito de poder, tipo editor de revista universitaria, te querrá defenestrar como para que un día grites: váyanse Al carajo!, y largues todo y te apliques parte de esa bronca para ver series por Netflix, o revivir películas viejas en tu propia vida, y ver todo antes de que estrenen nuevas temporadas. Tiempo perdido de una forma, tiempo perdido de la otra, ¿cuál es la diferencia? Al fin de cuentas, el burócrata de la editorial, cuya obra cumbre consiste en escribir Borges con jota, se lleva más dinero que tu por regalías y encima goza de 15 días por año para olvidarse de sí mismo. Los mismos que tu quieres aprovechar para seguir decepcionándote con lo que no lograste escribir durante los meses del puto calendario productivo.

Puedes creer todo esto? Es esta una carrera contra el viento? Te pagan bien? Tienes seguro médico? Bueno, basta ya es tarde. Lo cierto es nunca es tarde por si llegas al menos un ratito al reconocimiento, y ese ratito ahí vale por miles de los que circulan por ahí, y nadie, ningún recaudador de decepciones, ningún embargo ni pena, ningún reclamo conyugal, ninguno de esos comentarios vacuos que escriben los que creen entender de qué hablás, llega al estupor que pasaste cuando percibías que el sin sentido se paseaba sobre lo que habías escrito. ¿Quién te quita ese elevadísimo nivel de incertidumbre en el cuerpo? Nadie. Porque hay un solo yo en ti que ya lo sabe: en ese de no saber qué solo empiezas a entender cómo se corta el bacalao el día lo que te tomes el trabajo en serio de escribir o reescribir para volver mejores.

Tomada de https://metrolatinousa.com

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