Relato: La venganza de teresa

Hacía un par de meses que el viejo Camilo trajo a Soyapango a esa joven de dieciocho años, huérfana, tímida, delgada, triste y pensativa. Enseguida le consiguió un cuarto de alquiler, en la casa de una amiga, que la tuvo bajo una estricta vigilancia, mientras él se ausentaba y se dedicaba a su esposa y sus ocho hijos, así como a su negocio, que consistía en la venta de billetes de lotería.

Por: Prof. Mario Juárez

Durante este tiempo ocurrieron muchas cosas en que Teresa, antes desdichada y endeble, se había convertido hoy en una mujer lozana, de cutis fresco, de una belleza pueblerina, de carácter enérgico, altiva, descarada. Cuando llegó la Navidad, es decir, el 24 de diciembre, Teresa recibió la inesperada visita de Camilo, quien se sorprendió de ver tan maravillosos cambios en ella, después de haberla abandonado sin dejarle siquiera un centavo partido por la mitad. Entonces el viejo se deshizo en zalamerías, ofreciéndole el cosmos entero. Ella, muy seria, le dijo: “¡Por favor, no me ponga la mano ahí…!” Sin embargo, el sexagenario, herido por el rechazo y consciente de su falta, le extendió una serie de explicaciones inútiles y un sobre que contenía dinero, el cual, ella tomó, más bien impulsada por su necesidad que por su dignidad.

El viejo se fue con el rabo entre las patas, y según se supo después, de un día para otro cayó presa de achaques por todos lados. Era un capitalista despiadado y tenía un carácter raro, avaro y duro como la piedra.

Si bien algunos hombres habían empezado a interesarse por ella cuando la vieron muy apetecible, tuvieron que emprender la retirada, cubiertos de ridículo. Y es que Teresa era inabordable y ponía una resistencia férrea ante las pretensiones de cuantos se le acercaran.

Cuando Froilán trabó relaciones con Teresa, con motivo de un encuentro fortuito, se enamoró de ella hasta perder el juicio. Era un hombre alto y seco, de piernas delgadas, cabellos cortos, cara rasurada y labios delgados, que se plegaban a veces con sonrisa sarcástica. Parecía tener unos treinta años. Sin aquellos ojos faltos de expresión y muy juntos a su nariz respingada, que le daban aspecto de pájaro, su rostro hubiera sido simpático. Pronto el vecindario lo conoció y le asignó el mote de “unas de punche”, porque siempre las mantenía largas y mugrosas. Con su caminar acompasado, sonreía con bondad a todo el mundo; saludaba con una inclinación de cabeza y cuidaba mucho de su vocabulario.

Pero aun con todo lo feo que pudiera ser Froilán, la Teresa lo quería por su mansedumbre y obediencia fiel. Era como aquellos perros falderos que se ciñen a las órdenes de sus amos. Teresa, sin saberlo, lo quería, y algunas veces tuvo ganas de decirle: “Tómame; soy tuya para siempre”. Y él, que no era un tonto, lo adivinaba, y un día le dijo: “Venite conmigo, si no al fin del mundo, al menos fuera de Soyapango. Comenzaríamos una vida con un cambio de ambiente, huir de este medio…”

Si ella le decía: “Llévame, soy tuya”, ¿cómo hacer? Froilán pensaba que Teresa tenía dinero que Camilo le había entregado (aquel viejo que desempeñó un fatal papel en su vida), pero la sola idea de recurrir al bolsillo de ella, le inspiraba repugnancia…

Aquel 31 de diciembre en que Camilo regresó, con el afán de compensar y hacer las paces con Teresa, encontró el cuarto vacío. Su amiga, la dueña de la casa, le dijo: “¡Tan bonita que era la bicha; y saber que se fue con un hombre más ‘feyo’ que usted!”.

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