Relato: Rex, el chucho aguacatero

Por: Prof. Mario Juárez.

Era un chucho aguacatero, de esos que imperan en las calles. Un día llegó con sus pulgas, su mugre y su dolor a nuestra casa, sin ninguna explicación. Mis sobrinos lo transformaron a fuerza de un cepillo y jabón, y le pusieron “Rex”, en honor a otro -un Chihuahua, por cierto- que había volado al cielo y dejado una huella de tristeza en el corazón de los niños.

Su pelaje era una mezcla de negro y café. Su hocico puntiagudo coincidía con su cabeza delgada, y entre sus cejas despobladas, sobresalían unos ojos claros y sagaces. Alguien protestó por la insistencia de llamar Rex al segundo chucho y que de ribete llevara el nombre de unos cigarrillos; pero su argumento se enfrentó a otro que aclaraba que Rex era una palabra latina que significaba rey. Al oír estas declaraciones, la vanidad del animal creció e hizo considerarse el rey de la casa. No obstante, Rex acarreaba un pasado no tan decente que digamos. Según se supo por unos vecinos, era pendenciero y padre de muchos chuchitos que había dejado en la orfandad, y que se las sabía de todas.

Siempre tenía un lugar en las correrías y en los juegos de mis sobrinos, y participaba en diferentes acontecimientos. Cuando la familia iba fiestas, velorios, a misa, a la feria, al mercado, a desfiles, a mítines políticos, allá andaba Rex, participando, según las exigencias y protocolos…

Y es cierto que también entraba en brama; desaparecía por varios días, junto a otros chuchos en busca de candidatas a seducir. Los niños y yo, afectados por la nostalgia de su compañía, un día salimos a buscarlo por las calles y lo encontramos atrapado –cansado y avergonzado- en la entrepierna de una chucha. Los chicos, intrigados por aquellas circunstancias en que se encontraba el desdichado, intentaron liberarlo de esa incomodidad, pero estuve a tiempo de aprovechar la ocasión para explicarles los misterios en el acoplamiento de los perros. Rex tenía una atroz aversión a los cuetes. Los veinticuatro de diciembre se la pasaba debajo de la cama o dentro de un armario desvencijado que mi abuela guardaba como un tesoro. Sin embargo, la osadía era su talón de Aquiles. Como los chicos le habían hecho un boquete en el tapial, un día viernes de la Semana Santa salió, atraído por la música orquestal de una procesión que recorría la plaza del pueblo. Ya en el lugar, observó, curioso, el acontecimiento. Lo que nunca imaginó es que alguien, a su lado, encendió una “vara de cuete”, que casi le chamusca sus patas.

Aturdido por el impacto, emprendió una carrera loca y atravesó una alfombra que cuidadosamente habían elaborado unos vecinos para honrar el paso del “Santo Entierro”. La muchedumbre, al ver destruido el producto del esfuerzo de muchos días, se jalaba los pelos de cólera, maldiciendo a Rex que, desorientado y bañado, no hallaba un rumbo de escape.

Después del insólito incidente, el populacho no comentaba más que de Rex, el chucho aguacatero.

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