Opinión UCA: La tarea cristiana de compartir

Compartir es una de las palabras que más se repiten en el lenguaje religioso cuando hablamos de las responsabilidades individuales y sociales que implica el amor cristiano. Y en los próximos meses y años se volverá una actitud básica, tanto religiosa como social, para comprobar la seriedad de nuestra fe cristiana. Porque como resultado de la actual pandemia la pobreza crecerá sustancialmente en El Salvador. Según cálculos de la Comisión Económica para América Latina, CEPAL, de la ONU, en 2019 había un tercio de nuestra población en pobreza. Los nuevos cálculos nos dicen que comenzaremos el año 2021 con un 40% de la población en pobreza a causa de la pandemia. Eso significa que habrá en el país 462.000 pobres más sobre los dos millones doscientos mil empobrecidos, heredados de una etapa histórica en la que la lucha por desterrar la pobreza de nuestro país nunca fue un objetivo del liderazgo político realmente prioritario.

Este aumento de la pobreza nos obliga a tomar en serio la tarea de compartir como exigencia del amor. Con la pobreza aumenta el dolor, la desesperación y la muerte. Consolar, aconsejar, comunicar esperanza y exigir justicia son concretizaciones de la comunión-koinonía, de la profecía cristiana, del servicio y del testimonio que el Evangelio de Jesús nos pide a todos. Tanto las curaciones de Jesús en el Evangelio, como algunas de sus parábolas, como la del buen samaritano o la del juicio final en Mateo 25, 31-46, nos llaman siempre al compartir y a la cercanía humana con el que sufre. Cercanía que tiene como exigencia interna consolar y eliminar, o al menos aminorar, el sufrimiento del prójimo. La compasión cristiana consiste siempre en asumir el dolor del prójimo como propio, para poder así, desde la solidaridad, superar su sufrimiento.

La Iglesia, fiel al mandato evangélico, recoge en su Doctrina Social los grandes principios bíblicos y de la tradición eclesial. El destino universal de los bienes en beneficio de toda la humanidad, como voluntad de Dios desde el principio de la creación, es uno de los principios más permanentes del pensamiento eclesial. Desde los primeros textos de épocas apostólicas hasta el presente, la Iglesia ha ido construyendo un pensamiento en el que la solidaridad y la justicia se hermanaron. En el siglo V el Papa San Gregorio Magno criticaba en su Regla Pastoral a quienes acaparan riquezas, diciéndoles que “casi son tantos los que cada día matan, cuantas son las limosnas que esconden, con que podrían remediar pobres que andan muriendo”. Y para que quede clara la obligación de compartir añade que remediar las necesidades de los empobrecidos es “más obra de justicia que de misericordia”.

Lo que se veía hace siglos como una injusticia y pecado personal lo ve ahora la Iglesia como un problema grave estructural: “Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos” (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, n° 28). El Papa Francisco ha insistido en este tema recordándonos que “hay una economía que mata” y ha recordado la tradición básica de la Iglesia citando dos palabras de Juan Pablo II: “la Iglesia defiende, sí, el legítimo derecho a la propiedad privada, pero enseña con no menor claridad que sobre toda propiedad privada grava siempre una hipoteca social, para que los bienes sirvan a la destinación general que Dios les ha dado” (Laudato si, n° 74).

La Iglesia, aunque con frecuencia da recomendaciones concretas, deja a la conciencia y a la creatividad humana la construcción de estrategias y políticas que conduzcan a esa finalidad de compartir los bienes de la creación y la riqueza que hayamos podido multiplicar desde ellos. En El Salvador nos tocará, si queremos vivir en serio nuestro cristianismo, convertir en actitud, norma y tarea real el compartir con los necesitados lo que somos y tenemos. A los gobernantes y políticos les tocará impulsar medidas, leyes e instituciones que apoyen las necesidades básicas de la población. Ese es el modo político de compartir. No sería justo que en estos tiempos difíciles para la población se encareciera o no alcanzara para todos el agua potable, como desde hace años viene insistiendo la Iglesia. El cuidado de la vida y la salud, el control de precios de alimentos básicos y medicinas, el salario decente, la protección social universal, el acceso a vivienda propia, el cuidado de población vulnerable como niños y ancianos, son tareas en las que los políticos debe poner un especial empeño.

Los empresarios cristianos deben imponerse modos de vida más austeros y planificar una mayor y mejor oferta laboral. Multiplicar los bienes y compartirlos, al tiempo que protegen la naturaleza, es parte indispensable de su responsabilidad cristiana. La sociedad civil, de la que son parte un gran número de cristianos, debe insistir en la superación total de la pobreza en El Salvador, poner sus conocimientos al servicio de esta tarea y denunciar cualquier actividad que reproduzca o multiplique la desigualdad. A todos nos tocará acompañar a los pobres en sus reivindicaciones, a quienes sufren en su dolor y a quienes tienen severas privaciones en sus necesidades. El mandato cristiano del amor nos dice siempre que “no podemos amar a Dios a quien no vemos si no amamos a nuestro prójimo a quien sí vemos” (1 Jn 4, 20). Ante el crecimiento de la pobreza, fruto de la pandemia, compartir es la palabra que debe dominar nuestro horizonte.

José M. Tojeira, Director del IDHUCA.

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