Colombia y su círculo vicioso de guerra

(Por: Anisley Torres Santesteban)

El rearme de las FARC, o al menos de una facción del extinto grupo guerrillero como se prefiere presentar para minimizar su impacto, ha conmocionado a Colombia y, por supuesto, a la comunidad internacional a la que no le es ajena el asunto porque una buena parte de sus miembros ha estado vinculada activamente a los esfuerzos de paz, bien como garantes o acompañantes del proceso de negociación o bien como proveedores de recursos para el postconflicto.

La primera reacción y la mayoritaria es de rechazo a la decisión de retomar la senda de la guerra. El sentimiento colectivo es de pesar, consideran muchos que se fractura la paz. Llueven las críticas hacia los alzados en armas y el único que parece celebrar es el expresidente Álvaro Uribe porque ahora tiene sobrados argumentos para sostener su tesis de que el proceso de paz era una farsa.

Dos hombres son los principales protagonistas del suceso: Iván Márquez y Jesús Santrich —nombres de guerra con los que es mejor llamarlos porque vuelven a su condición de subversivos al margen de la ley—, dos personajes con un peso tremendo en el grupo armado cuando estaba en activo y después en el partido político de la rosa roja. La figura de estos dos guerrilleros es lo que hace trascendente la noticia porque la disidencia ya era un fenómeno natural y en ascenso desde la firma de los acuerdos de paz. Se calcula que unos dos mil habían roto con el pacto y reuniformado. Lo que cambia ahora es que el hasta ayer número dos de las FARC, hoy en franco posicionamiento de líder, debe y puede unificar a los frentes hasta el momento aislados, fundamentalmente a aquellos que siguen teniendo algún tipo de fe ideológica y no a esos que siguen en el monte con propósitos de enriquecimiento ilícito, bandidaje u otro motivo repudiable.

Márquez no solo pretende aglutinar a su tropa dispersa sino establecer alianza con el Ejército de Liberación Nacional, otra insurgencia que coexistió a la par de las FARC-EP y que aún permanece en condición de clandestinidad y oposición pujante contra el Estado colombiano. Ciertamente en el pasado, ambos grupos se mantuvieron operando independientes uno del otro y a veces hasta enfrentados porque pesaban las diferencias conceptuales y estructurales por encima de los objetivos políticos comunes. Dadas las condiciones actuales, es unificarse o ser aniquilados en el intento de proseguir la lucha, sobre todo porque la vía armada es descalificada incluso por las fuerzas que en el pasado la apoyaron.

¿Es entonces un error volver a la confrontación? Primaría el sí como respuesta pero resultaría discutible. El propio Márquez, mientras fungió como jefe de la delegación negociadora de las FARC en La Habana, tuvo una proyección dialoguista por encima de todo intento de ruptura de la negociación. Insistió hasta el cansancio en que todo era solucionable por la ruta del entendimiento, pero defendió con igual vehemencia que la rebelión es un derecho y no un delito, siempre y cuando el resto de las opciones estuviesen agotadas.

Si analizamos el panorama, prácticamente hay un único punto cumplido y por una sola de las partes: la entrega de las armas y la conversión en partido político. Del otro lado de la mesa había un Estado que limitó su compromiso a palabras huecas, máxime cuando el que estampó su firma ya no gobierna y su sucesor no acaba de comprender la dimensión de la responsabilidad que heredó.

Una es la realidad que viven los exjefes guerrilleros investidos como congresistas o en posiciones políticas de cierta comodidad, y otra bien distinta la que viven los antiguos mandos inferiores que ni siquiera han podido completar su reinserción social. Dónde vivir, cómo trabajar y la vuelta a la legalidad sin susto no ha sido posible para buena parte de esos 7 mil hombres que hace dos años se deshicieron del único elemento que les proporcionaba seguridad: su fusil.

Eso por no hablar de los puntos en blanco y negro que iban más allá de los actores del conflicto: la reforma agraria, la sustitución de cultivos ilícitos y la reparación a las víctimas. Nada de ello ni siquiera se ha esbozado jurídicamente. Nada ha cambiado en ese sentido después de noviembre de 2016 y del estrechón de manos y la palmadita en el hombro entre Timochenko y Juan Manuel Santos.

Además de los incumplimientos, los cuales es cierto que podían seguir reclamándose desde una postura de paz y no con la vuelta a la beligerancia, están las jugarretas disfrazadas de justicia que comenzaban a gestarse contra determinados cabecillas como fue el caso de los dos ahora alzados. Y la gota que desborda la copa de la paciencia pacifista: la matanza sistemática de los que no comulgan o son detractores del sistema. Según la cuenta del propio Iván Márquez, 150 de los suyos han sido asesinados hasta completar 500 si se cuentan los líderes campesinos e indígenas y los activistas sociales, una cifra que solo tiene en cuenta el mandato de Iván Duque, un año apenas. Hay que reconocer que el exterminio es más discreto que el perpetrado contra la Unión Patriótica en el pasado pero la perfidia es la misma.

Las razones numeradas son muy similares a las que hace 60 años provocaron el surgimiento de las FARC, si bien el contexto regional es el diferente.

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