El genio universal: Leonardo da Vinci, a 500 años de su muerte

Da Vinci fue un inventor inefable que inauguró lenguajes científicos los cuales, en la historia de la ingeniería, colocan su nombre junto a los más sobresalientes sabios, salidos de los confines medievales

La legendaria aureola de Leonardo da Vinci alcanzó, a inicios del siglo, una sospechosa masividad a partir del éxito del libro de Dan Brown, El código Da Vinci. Mucho antes, su nombre estuvo casi siempre relacionado con la inaudita placidez de algunos rostros, particularmente el de la Gioconda, su pieza cumbre, que hasta llegó a motivar una página insustituible del cancionero estadounidense, interpretada por Nat King Cole, inspirada, a su vez, en un tema compuesto por un anónimo músico originario de Holguín durante la primera mitad del siglo XX.

«Autoretrato de Leonardo Da vinci» Fue pintado en torno al año 1513 y se encuentra en la Biblioteca Real de Turín

Leonardo da Vinci, Es el arquetipo por excelencia del hombre integral del Renacimiento. Considerado como el genio más completo de todos los tiempos, su obra abarca no sólo el campo de las artes, sino también el de las ciencias físicas y naturales y el de la filosofía. Leonardo fue un personaje del futuro. Hace casi cinco siglos que murió, pero estuvo más despierto que la mayoría de los hombres y mujeres que hoy están a punto de cruzar la frontera del tercer milenio.

Científico y artista, supo combinar como nadie la razón con la intuición y la seriedad más rigurosa con el espíritu lúdico. Su figura no cabe en ningún molde ni admite etiquetas, porque con la misma pasión y maestría fue pintor, escritor, cocinero, ingeniero, biólogo, creador de acertijos y juegos de palabras, escultor, inventor, artesano, humorista, botánico, filósofo, arquitecto, físico… e investigador de los secretos últimos de la realidad. En él, los opuestos se integran y las paradojas se reconcilian. Leonardo da Vinci fue un hombre que despertó cuando todos los demás seguían durmiendo, como escribió Dimitri Merejovski.

Aunque no muy conocida, existe en él una dimensión esotérica que emana de su figura e impregna toda su vida y su obra. El conocimiento que Leonardo tenía sobre lo oculto se trasluce en su pintura y, sobre todo, en sus abundantes escritos, plagados de pensamientos y observaciones que revelan su profundo saber sobre los enigmas de la existencia. Todo su monumental corpus de trabajo está teñido por este contacto con lo que está más allá de los niveles ordinarios de percepción.

La última cena ejecutada entre 1495 y 1498.​ Se encuentra en el refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie, en Milán (Italia)

En semejante latitud resplandecía la obra de Leonardo da Vinci, quien pasara los últimos años de su vida (1516-1519) retirado en el Castillo de Clos Lucé, en Amboise, un pueblo de la provincia francesa de Vendôme.

Da Vinci fue un inventor inefable que inauguró lenguajes científicos los cuales, en la historia de la ingeniería, colocan su nombre junto a los más sobresalientes sabios, salidos de los confines medievales. Quiso volar y nos enseñó cómo hacerlo y, aun así, su inmenso don inventivo no logró salvar la importante esencia de la condición humana y, ese don, llegó a concebir y realizar armamentos de gran eficacia, cuyas posibilidades no estuvieron de espaldas al hecho de matar seres humanos.

Si reflexionáramos sobre una verdad, esta verdad, su verdad, reconoceríamos un hecho pavoroso. Las manos que gestaron tan descomunal belleza, como signo de su época, en su energía más reveladora, en su propio entorno doméstico, fueron capaces de engendrar la violencia que acarrearía la destrucción de campesinos, orfebres y pueblos ya olvidados. Su instinto natural por la observación se expresa en logros a favor de la industria que, bajo su influjo, cambiaría irreversiblemente. Leonardo aspiraba al conocimiento total, globalizante, pero no aspiraba a llegar a él por el camino del estudio de la revelación, como los escolásticos y los teólogos de los siglos precedentes, ni tampoco por el del razonamiento intelectual que bebe exclusivamente del saber de los autores anteriores. No fue escolástico ni se confió a ciegas a la autoridad de los autores clásicos, como hicieron muchos hombres del Renacimiento. Él mismo se definía como un “uomo senza lettere”, porque, efectivamente, era iletrado. Ignoraba el latín. Su educación había sido otra: de niño le enseñaron simplemente a leer y escribir y a echar cuentas. Pero el latín, única vía de acceso en esos momentos a los estudios humanistas, lo aprendió, y por sus propios medios.

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