Los nuevos modos del fascismo en las democracias occidentales

(Por: Enrique Carpintero)


Debemos reconocer que el fascismo está de regreso. Con esta afirmación consideramos los modos del fascismo en las democracias occidentales que en la actualidad no reproducen aquel que existió luego de la primera guerra mundial. Designamos con el termino “modos del fascismo” al ascenso de las derechas radicales en diferentes partes de Europa y América. Un rasgo común, desde los movimientos neonazis a los diferentes partidos de la derecha, es la xenofobia y la defensa de formas autoritarias. Creemos que no es posible asimilar las características disímiles de todos estos grupos con una palabra como “posfascismo” o “neofascismo” ya que su particularidad es responder desde el fascismo de las diferencias a la crisis que genera el capitalismo tardío; pero no para superarlo, como en los fascismos clásicos, sino para afirmar las mismas condiciones de sometimiento.

El fascismo clásico: la búsqueda de una comunidad homogénea

El ascenso del fascismo tiene lugar en Europa durante las décadas de 1920 y 1930. Después del colapso del orden liberal y ante el avance de las fuerzas revolucionarias socialistas que habían triunfado en Rusia, se presenta como una alternativa que anunciaba la utopía del “hombre nuevo” que iba a reemplazar las democracias liberales decadentes para defenderlas de la barbarie “judeo-comunista”. Mussolini anunciaba el renacimiento del Imperio Romano y Hitler el advenimiento de un nuevo Reich que duraría mil años en la que el pueblo, el Volk alemán, viviría en una fraternidad social.

El fascismo es una respuesta del gran capital ante la crisis capitalista que no se sentía defendido por las instituciones liberales democráticas. El fascismo es racista por definición: su objetivo es afianzar el miedo al diferente. De esta manera lleva a cabo una estatización de la vida económica, política, social y cultural. Ésta se sostiene en un gobierno totalitario donde predomina la adopción de uniformes, el lenguaje militar y el uso de los símbolos patrióticos para adoctrinar a la población.

Los nuevos modos del fascismo: el rechazo al inmigrante pobre

La ética son los otros humanos. Esto es lo que formuló Spinoza en el siglo XVI. El otro humano necesariamente molesta; si no está esa molestia, ese malestar como diría Freud, no hay ética. En el mundo en que vivimos el otro no existe; da lo mismo si hay personas que están en situación de precariedad, hambre o miseria. Preferimos pensar que eso ocurre muy lejos y no que esas personas o familias están sentadas en la puerta de nuestra casa o en el negocio de la esquina. Cuando se lo ve, ese otro es un enemigo que me puede atacar, que me puede robar. Esta ruptura del lazo social hace que el individualismo se transforme en el eje de nuestras vidas. De allí que las políticas del neoliberalismo en el capitalismo tardío generan la sensación de desvalimiento: su respuesta son los nuevos modos del fascismo. De esta manera la xenofobia y el racismo son aceptados por grandes sectores de la población que encuentran formas de identificación ante un “enemigo” que es considerado el “mal pueblo”. Este lo constituye un conjunto variado que va desde los musulmanes, los inmigrantes pobres, los drogadictos y todos aquellos que sostienen ideas que rompen con formas patriarcales de la cultura. Por lo contrario, el “buen pueblo” es homofóbico, misógino, antifeminista, indiferente a la contaminación, antiinmigrante, apoya políticas autoritarias y de defensa de la seguridad hasta las últimas consecuencias; es decir, exige un poder fuerte, leyes de seguridad y eventualmente la pena de muerte.

Si en otras épocas el fascismo se apoyaba en un racismo que se fundamentaba en el positivismo biológico del siglo XIX, en la actualidad la xenofobia se sustenta en la gran desigualdad social que es justificada por una producción intelectual neoconservadora donde el enemigo es el extranjero pobre. Aclaremos, no cualquier extranjero: el que es pobre; es aquel que ante la crisis social capitalista viene para sacar los trabajos de la población autóctona o utilizar los servicios de salud públicos. Este “buen pueblo” encuentra en los nuevos modos del fascismo una expresión política que aglutina un proyecto comunitario muchas veces apoyado –como en Brasil– por las iglesias evangélicas o, como en Hungría y Polonia, por sectores del catolicismo conservador; es decir, se piensa en una comunidad –al decir de Bataille– acabada y homogénea. Es así como, si el fascismo clásico era antiliberal, hoy los nuevos modos del fascismo aparecen para salvar el liberalismo con fórmulas proteccionistas y del nacionalismo más rancio: Make America Greet Again. Para ello requiere imponer un dispositivo sociocultural que se sostiene en actos crueles. El eje de ese dispositivo cruel es la mentira. Lo que se conoce como la posverdad generada por medio de los fake news.

Podemos decir que la crueldad –un concepto que desarrolló desde el psicoanálisis Fernando Ulloa– es un rasgo exclusivo de la especie humana producto de su condición pulsional; es una violencia organizada para hacer padecer a otro sin conmoverse o con complacencia. Esto nos lleva a la responsabilidad de una cultura que puede desplazar sus efectos o, por lo contrario, potenciarlos.

Los procesos de subjetivación

Para Freud, la cultura es un proceso al servicio de Eros que une a los sujetos que la integran; a este desarrollo se opone como malestar, la pulsión de muerte que actúa en cada sujeto. Es por ello que crea lo que denominamos un espacio-soporte donde se establecen los intercambios libidinales. Este espacio-soporte ofrece las posibilidades de que los sujetos se encuentren en comunidades de intereses, en las cuales establecen lazos afectivos y simbólicos que permiten dar cuenta de los conflictos que se producen. Es así como este espacio imaginario se convierte en soporte de los efectos de la pulsión de muerte. De esta manera decimos que el poder es consecuencia de este malestar en la cultura. Por ellos las clases hegemónicas que ejercen el poder encuentran su fuente en la fuerza de la pulsión de muerte que, como violencia destructiva y autodestructiva, permite dominar el colectivo social. Ésta queda en el tejido social produciendo efectos que impiden generar una esperanza para transformar las condiciones de vida del conjunto de la población; es decir, que predomine la cultura de la queja, de la resignación, de que nada puede ser cambiado.

De esta manera el orden social objetivo se interioriza en procesos de subjetivación donde encontramos una corposubjetividad construida en la relación del sujeto con su historia personal y con los otros en diferentes dispositivos socioculturales. De allí que estos procesos de subjetivación-desubjetivación conducen al encuentro del sujeto con lo que le ofrece la cultura hegemónica: el consumismo de objetos mercancías. Para sostener este desarrollo de desestructuración psíquica, la cultura plantea que el único juicio válido está en el Yo. Sin embargo, la legitimidad de la referencia narcisista como parámetro de verdad conduce a que el Yo deje de ser soporte del interjuego pulsional poniendo en cuestionamiento la propia identidad en la relación con los otros. De allí la importancia que están adquiriendo en las democracias occidentales los espacios de identificación que se oponen al capitalismo patriarcal como los movimientos feministas, los que luchan por la defensa de la diversidad sexual y la legislación del aborto.

Para finalizar, debemos tener en cuenta que la crueldad destruye lo humano presente en los otros: el otro es objeto de crueldad por su semejanza, al no tolerar su desamparo, es decir su propia humanidad. La crueldad destruye la semejanza del semejante, no por sus diferencias, sino por sus semejanzas: no es la diferencia lo que genera la crueldad, es la crueldad la que crea una diferencia radical.

En este sentido el desafío consiste en lograr que el sujeto no solo se enfrente ante su propia crueldad, sino ante la crueldad de la cultura dominante. Para ello es necesario plantear una política de clase, género y generación que cree comunidad para enfrentar la cultura hegemónica. Una política que afirme la potencia de ser. En definitiva, una política –al decir de Spinoza– de la alegría de vivir que no olvide que nunca será más que una resistencia contra la muerte.

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