Los orígenes de la creatividad humana

El acto de leer altera el cerebro. La causa es, en primer lugar, que los pensamientos son procesos cerebrales. Cuando leemos, los patrones neuronales van y vienen a medida que las palabras pasan ante nuestros ojos. Algunos de estos patrones dan origen también a los recuerdos, a sutiles cambios moleculares en las células y a los mecanismos de comunicación que los enlazan. En tercer lugar, el aprendizaje de la lectura produce cambios físicos en el cerebro. Las redes que forman la base de la visión y el lenguaje cambian. Incluso las personas que aprenden a leer y a escribir siendo adultas adquieren diferencias visibles en un escáner del cerebro, como ha demostrado un equipo dirigido por el neurobiólogo francés Stanislas Dehaene.

Con o sin alfabetización, el cerebro es, en esencia, el mismo órgano, con la misma forma y la misma química, pero un cerebro lector posee diferencias importantes. Como dice Cecilia Heyes en su libro Cognitive Gadgets [Artilugios cognitivos], si no supiésemos que la lectura es un invento humano reciente (la cultura lectoescritora tiene unos cinco o 6.000 años de antigüedad), una capacidad transmitida de generación en generación mediante el aprendizaje, sería fácil interpretar erróneamente los patrones cerebrales observados en la lectura como la prueba de un instinto lector codificado genéticamente, o “módulo innato”.

Los orígenes de la creatividad humana, el nuevo libro de Edward O. Wilson (Birmingham, Alabama, 1929) trata del papel de las humanidades en una cultura intelectual cada vez más dominada por la ciencia. Aunque las valora, el autor quiere que tengan vínculos más estrechos con algunas ciencias, un argumento que se nutre de la manera que tiene el autor de entender las relaciones entre la biología humana, el pensamiento y la cultura. “Cada vez está más claro”, dice “que la selección natural ha programado hasta el último detalle de la biología humana, cada dedo, cada cabello y cada pezón; todas las configuraciones moleculares de todas las células, todos los circuitos neuronales del cerebro y cada uno de los rasgos que nos hacen humanos”.

Admiro el trabajo del autor en el campo de la biología por cómo ha dado a conocer nuevas especies, ha trazado las particularidades de su existencia y ha intentado penetrar en el mundo de un sinnúmero de feroces invertebrados. También siento una gran admiración por la trayectoria de su vida, que se esboza en parte en el libro. Sus padres se divorciaron durante la Gran Depresión, y Wilson pasó su juventud vagando por el sur de Estados Unidos. A pesar de ello, consiguió llegar a la facultad, licenciarse y hacer carrera en Harvard. A una persona así no se le puede escatimar el reconocimiento de su mérito literario. Wilson quiere que las humanidades establezcan un mayor contacto con la ciencia. Por “humanidades” entiende las áreas que estudian las lenguas, la literatura, el arte, etcétera. Lo que le gustaría es que esos campos aumentasen su instrucción científica y prestasen especial atención a los avances de la paleontología, la antropología, la psicología, la biología evolutiva y la neurobiología, o a lo que él denomina el “territorio amigo de la ciencia”, donde las humanidades pueden tejer alianzas. También piensa que las humanidades de hoy en día sufren de ciertas “carencias”. El problema es su “antropocentrismo” extremo. En parte, lo que Wilson quiere es que las capacidades creativas del ser humano se sitúen en un contexto más amplio que incluya nuestra prehistoria y la biología de nuestros ancestros no humanos. En esta línea, el autor ofrece unos cuantos esbozos de su propia cosecha. Para ello clasifica una serie de grandes películas, por ejemplo, identificando en ellas seis personajes y figuras arquetípicos que puedan enlazar de manera verosímil con la experiencia humana prehistórica. Son el héroe, el antihéroe, el monstruo, la misión, la pareja y otros mundos.

Las “humanidades” constituyen una categoría amplia que incluye no solo las obras manifiestamente literarias o artísticas en las que Wilson centra su atención, sino cualquier cosa desde la Teoría de la justicia, de John Rawls, hasta los estudios sobre cómo Alejandro Magno organizó su corte. E incluso dentro de la categoría más abiertamente literaria y artística, gran parte del sentido del trabajo no tiene nada que ver con ninguna clase de búsqueda de alcance. En gran medida, las humanidades no pretenden ser generales, sino particulares; pretenden observar de cerca las vidas humanas para reflexionar sobre ellas. Algo parecido sucede en los mejores momentos del libro de Edward Wilson, en los que él u otro naturalista (como Vladímir Nabokov, al que, al principio, el autor conocía “solo como lepidopterólogo”) caminan por un paisaje y se maravillan ante una hormiga desconocida hasta entonces o una mariposa irrepetible.

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