Patriarcado y Machismo: patologías emparentadas

Por: David Molineaux

Orígenes humanos

Los primeros humanos, los de la era paleolítica, se desplazaban durante incontables milenios en pequeños clanes nómadas. Los varones cazaban y las mujeres recolectaban semillas, tubérculos, frutas, y nueces. Sus posesiones eran casi nulas, la distribución de alimentos era estrictamente igualitaria, y las personas que ejercían el liderazgo influían no por imposición sino por medio de la persuasión y la elocuencia.

Hace unos 12.000 años, a finales de la edad de hielo más reciente, se inició un cambio fundamental: aparecieron los primeros asentamientos neolíticos. En Eurasia, algunos grupos empezaron a establecerse en aldeas. Practicaban la horticultura a pequeña escala, sembrando granos y legumbres, y domesticaron algunos animales. La acumulación de posesiones era modesta: un pequeño rebaño, herramientas rudimentarias, una vivienda sencilla…

El estudio de sitios arqueológicos neolíticos, y sobre todo el hallazgo de una gran cantidad de figurinas femeninas, sugiere que en extensas regiones se practicaban cultos a la fertilidad y a deidades femeninas.

Tanto en el paleolítico como en el neolítico, el aporte económico de las mujeres solía ser igual o más importante que el de los varones. Su status social era alto, más que el de las mujeres de muchas sociedades actuales. Las diferencias económicas y sociales eran mínimas, y el conflicto armado era infrecuente.

Sociedades patriarcales: apropiación y control

Hacia finales de la era neolítica fueron surgiendo nuevas tecnologías, como el riego masivo y arados tirados por animales, las cuales dieron lugar a la acumulación de importantes excedentes de granos. La privatización de grandes extensiones de terreno permitió a grupos minoritarios, típicamente entre el 1 y el 2 por ciento de la población, apropiarse de hasta el 70% de las tierras productivas. La gran mayoría de los excluidos fueron obligados a aceptar una forma u otra de servidumbre; apareció la esclavitud como institución formal.

A partir del cuarto milenio a.C., fueron apareciendo centros urbanos con miles o incluso decenas de miles de habitantes. Para reglamentarlos surgió una institución novedosa: el estado, con el rey a la cabeza. Se inventaron los primeros sistemas de escritura; aparecieron códigos legales escritos y los primeros textos de historia.

Emergió una nueva casta social, la de los militares, encargada de proteger los intereses de las élites político-económicas y de aumentar sus fortunas por medio de guerras de conquista. Su tarea fue facilitada por nuevas tecnologías de metales, que producían no sólo mejores herramientas sino espadas y carros de guerra. Los registros históricos de la antigua Mesopotamia -cuna de las primeras civilizaciones urbanas- relatan que apenas aparecieron los primeros reyes, éstos iniciaron campañas de conquista en territorios aledaños y empezaron a construir imperios. La guerra se volvió no sólo frecuente, sino crónica.

Estos regímenes, ya decididamente patriarcales, se centraban en la apropiación y el control. Instalaron rígidos sistemas jerárquicos: en la cúspide de la pirámide se encontraba una pequeña élite de varones que monopolizaban los recursos y el poder. Luego venían los mandos medios: militares, sacerdotes, administradores, y algunos artesanos urbanos. En la base estaba la gran masa de la población, proveedora de alimentos básicos y mano de obra.

El control jerárquico fue, en primer lugar, económico. En segundo lugar estaba la dominación política y militar. Las mujeres, privadas del destacado papel económico y social que habían jugado en las sociedades humanas anteriores, fueron asignadas a roles domésticos, subordinadas en todo a los varones y a menudo consideradas como posesiones. Su comportamiento sexual estaba bajo el más estricto control: para la herencia patrilineal de bienes, era esencial que el varón pudiera identificar a sus hijos «legítimos».

Juicios de superioridad e inferioridad

Las sociedades patriarcales funcionan jerárquicamente en múltiples aspectos. Todo se compara, todo se califica en base a criterios de superioridad e inferioridad. Se establecen rangos sociales, «niveles culturales», y categorías raciales. Hay jerarquías del éxito, de fuerza y capacidad, de inteligencia y mérito, y de belleza femenina.

La obsesión patriarcal con el control otorga un lugar central a la autoridad y la obediencia, impuestas por medio del dolor y el temor al castigo. Algunos comentaristas hablan de un «complejo de autoridad sagrada»: el control vertical se justifica en nombre de conceptos religiosos.

Bajo el patriarcado las múltiples diosas del período neolítico, asociadas con fertilidad y tierra, fueron dando lugar a figuras masculinas con rasgos guerreros, residentes en el cielo. En la literatura, y también en la escultura y otras expresiones artísticas públicas, se glorificaba a la guerra y las armas: la espada a menudo se volvió símbolo sagrado, y las guerras de conquista obedecían a mandatos divinos.

En las sociedades patriarcales se da más valor a las emociones «duras» como la ira y el desprecio, por encima de sentimientos considerados «blandos», tales como la empatía y la compasión. Se fomentan actitudes de competitividad agresiva: se acostumbra a criar a los varones en la lógica de la guerra.

En muchos casos se justifica el control y la dominación en nombre de la apropiación de la verdad. Se enseña que hay un solo camino «correcto» en política, en economía, y en religión: «el error no tiene derechos». Históricamente, esto ha llevado a cruzadas, inquisiciones, e incluso genocidios.

Las religiones patriarcales tienden a sacralizar el dolor. Se desconfía del placer, y en general de las espontaneidades instintivas, tan poco controlables. La sexualidad se suele asociar con la transgresión: a menudo se reprime la expresión de la sensualidad y ternura.

Algunos investigadores han hecho notar, sobre todo en los varones de estas sociedades, una especie de «armadura psicológica»: patrones de rigidez muscular y neuronal que obstaculizan el movimiento corporal fluido y que se asocian frecuentemente a patologías físicas y psicológicas.

La modernidad: desafíos al patriarcado

Los imperios de la antigüedad, y también las civilizaciones del mundo clásico, fueron estrictamente patriarcales. La Europa medieval heredó el mismo sistema, al igual que la época moderna que surgió a partir del siglo XV.

En la modernidad más reciente, sobre todo a partir de la Ilustración del siglo XVII, ha crecido una fuerte resistencia a diversos aspectos del patriarcado: las monarquías han ido cediendo a sistemas políticos más democráticos, y en los siglos XIX y XX el marxismo y la socialdemocracia cuestionaron la explotación económica de sectores mayoritarios de la población. Se han formado movimientos por los derechos humanos; por el respeto a las minorías raciales, nacionales, y sexuales; y por la abolición de la esclavitud. Y como todos sabemos, en muchos países han surgido luchas por la igualdad política, económica, y social de las mujeres.

Patriarcado y machismo

Sin embargo, las estructuras patriarcales persisten. Y bajo su alero, con diversos matices, está el machismo. Pero patriarcado y machismo son dos realidades muy distintas: el patriarcado es todo un sistema social, político y económico, mientras que el machismo es una subcultura (o una variedad de ellas) que estimula a los varones a exhibir comportamientos considerados hiper-masculinos. Deben mantener el control riguroso sobre el comportamiento de la mujer y los hijos y exagerar rasgos personales como la agresividad, la impasibilidad, y la violencia bajo cualquier pretexto, sobre todo en contra de la mujer. El machismo se asocia muy a menudo con el comportamiento masculino irresponsable: la promiscuidad desenfrenada y el abandono de la prole.

El machismo sigue causando incalculable sufrimiento y tragedia: basta tomar conciencia, por ejemplo, del drama del feminicidio en los diferentes países de nuestra región. Pero el machismo no es patriarcado: es su patético hijo bastardo.

En resumen, el patriarcado sigue siendo la patología central de la civilización occidental. Las luchas en contra de sus múltiples expresiones abordan, necesariamente, temas económicos, políticos, sociales, y ecológicos. Entre ellas, no puede estar ausente la exigencia de poner fin al machismo.

David Molineaux

Santiago de Chile

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