Los migrantes salvadoreños

Como todos los pueblos, el salvadoreño es un pueblo de migrantes. Desde los probables toltecas que llegaron a esas tierras, hoy llamadas Centroamérica, para conquistarlas de manos de sus habitantes, y fundar en un rinconcito volcánico cerca de la orilla del mar, el taketzakayu de Kuscatán, después de que ellos a su vez habían sido expulsados por los chichimecas de la amada y sagrada Tollan-Xicocotitlán, la mítica Tula, la del padre fundador Ce Acatl Topiltzin Quetzalcoatl. Pero incluso Tula ya era multiétnica hace mil años, pues desde entonces contaba con una importante cantidad de migrantes otomíes y huastecos.

Por: Toño Nerio

¿Quién no conoce el más amoroso poema de Roque Dalton? ¿Cómo no sentirse uno con todos, en plena comunión con esos que han salido de casa, muchas veces para no volver jamás a compartir la tortilla en la mesa familiar? “Los eternos indocumentados (…) Los tristes más tristes de mundo (…) Mis compatriotas, mis hermanos.”

Ya desde el mismo Ce Acatl Topiltzin Quetzalcoatl, la constante ha sido la expulsión, el destierro, de los más brillantes, de los más valientes, de los más trabajadores, de los más nobles, de los visionarios. Ce Acatl Topiltzin Quetzalcoatl fue víctima de la traición de los poderosos y del escarnio del propio pueblo al que le donaba su sabiduría y entregaba amoroso cada día de su vida. Con los ojos chorreantes de lágrimas y el corazón lleno de congoja se fue para siempre.

Para el común del pueblo salvadoreño también, viajar ha sido siempre doloroso, desgarrador, fatal, mortal. Es que nunca hemos sido un pueblo “viajado” por motivos de placer o por deseo de conocer lugares maravillosos o para estudiar –bueno, sí, solo que apenas unos poquitos-. Pero siempre hemos viajado, por hambre o por miedo o por ambas razones.

Recordemos, vamos a ver: desde el 2 de diciembre de 1931 y en todo el año 1932 fue un gentío enorme, un río rural calladito, pizcador de los cafetales, como procesión del silencio, como fila de hormigas, el que se fue huyendo de los tiros de fusil, de pistola y de ametralladora, de los machetazos que arrancaban cabezas y brazos y manos, corriéndose espantados de los lazos que estaban gastados porque ya habían servido para colgar a tantos pobres y a aquellos otros que no podían esconder su cara y su ropa de pobres y, para acabarla de amolar, por ser aborígenes de pura cepa y no hablar en castilla.

Doce, trece, catorce, quince años más tarde, en cada uno de esos años, uno tras otro, otro riíto, esta vez más chiquito y más urbano, pero también persistente, como las hemorragias de los hemofílicos, para que no lo mataran a uno los policías y los soldados de cada tirano que se negaba a abandonar su puesto de dictador y, luego, para que no lo mataran a uno los soldados y policías de los que sustituyeron al dictador anterior. Es que los sustitutos del dictador le tenían mucho miedo al pueblo desarmado que con la huelga general de brazos caídos había destronado y desterrado al tirano mayor.

El gobierno “revolucionario” que siguió a los anteriores también puso su cuota de migrantes. “Descubrió a tiempo” un “complot comunista” y muy al estilo del incendio del Reichstag tuvo el pretexto oportuno y perfecto para encarcelar a todos los opositores que se pusieron a su alcance. Los que se salvaron tuvieron que emigrar a Guatemala, a Honduras, a Nicaragua, a donde cayera, con una mano adelante y otra atrás, como los de antes, los de ahora y los de después.

Las siguientes décadas, prolijas e ingentes en eso de las expulsiones, de los destierros de los hambreados, los perseguidos con saña sin tener culpa de nada –culpables sí, pero únicamente de no tener riquezas, o sea, los de siempre-. Se fueron corriendo hasta Panamá, por el sur, y hasta Alaska por el norte; hasta Suecia, al occidente, y a Australia por el oriente.

Casi al final del siglo XX, con la llegada –por fin- de la paz y de la democracia, el deseado terreno fértil para la germinación del neoliberalismo, llegaron las recetas para lograr el despliegue a plenitud de sus bondades: fuera manos gubernamentales de los ámbitos económico y social, fronteras abiertas para el mercado, reducción y eliminación de aranceles a la exportación, privatización a mansalva de todo lo que diera ganancias a los ricos, reducción –“adelgazamiento”- del aparato gubernamental, libertad irrestricta de precios en el mercado, introducción del Impuesto al Valor Agregado (IVA), el impuesto para que los pobres sostengan al aparato gubernamental y paguen la deuda externa y eterna; y, la cereza el pastel: dolarización de la economía.
En medio de una guerra civil no podía implementarse el modelo neoliberal. No podía debilitarse al gobierno que tenía que poner hasta el último cinco en mantener el statu quo mientras los ricos guardaban en el extranjero sus capitales que se habían engordado con el dinero que el Estado les había pagado por las “expropiaciones”.

En realidad, los dueños de todas aquellas propiedades estaban en números rojos porque habían adquirido deudas al conocer de primera mano que el gobierno las iba a expropiar –desde haciendas hasta bancos-. Al ser convertidos en bienes públicos, las deudas adquiridas se iban a pagar con los dineros que ingresaran al erario por la vía de los impuestos y de las deudas adquiridas -en el mercado internacional de crédito- para ese fin y cuyos montos e intereses serían pagadas por el pueblo trabajador. Al terminar la guerra civil, las empresas bancarias saneadas, libres de deudas, fueron readquiridas a precio de remate por los privados.

El modelo neoliberal abrió de par en par las puertas para el empresario extranjero que quisiera llegar a recoger ganancias sin hacer inversiones. El gobierno neoliberal se comprometió no solo a dejarles obtener las ganancias sin medida, libres de impuestos, sino a devolverles hasta el último centavo gastado en instalarse en el país: recuérdese el pago de la “cuota fija” de la telefonía y el pago de “red” en los recibos de las empresas distribuidoras de energía.

Sin embargo, la mayor ganancia la obtuvieron de los millones de salvadoreños que cada quincena, cada mes, todos los años, mandaron sus remesas. Dólares limpios, sanos, transparentes. Miles de millones de dólares obtenidos sobre la base del dolor y del sufrimiento, pero que ingresan al país directo para el consumo. Dinero para paliar las angustias generadas por la falta de empleo de los que se quedan en el país, por ser aun niños o por ser ya ancianos.

El salvadoreño que huye despavorido y llega vivo a su destino para encontrar un trabajo que le permita mantenerse a diario para reponer su fuerza de trabajo y recibir una paga, magra, pero suficiente para remesarle algo de dinero a la familia se da por bien servido y satisfecho. Pero como tuvo que huir sin papeles, porque a los pobres no se les considera “elegibles” para ninguna visa, nunca va a volver a ver la casa de la que salió, no digamos de visita, ni siquiera para enterrar a sus seres queridos, esos a los que les remesa su amor en cada transferencia.

Para todos y cada uno de los gobiernos que han administrado la cosa pública desde el final de la guerra civil hasta el día de hoy, los migrantes son más que un salvavidas, más que una balsa: son el verdadero vehículo que ha mantenido en marcha la economía nacional y sustituido las enormes carencias que el neoliberalismo ha acarreado a la población salvadoreña.

No importa si no hay empleo ni políticas públicas para estimular la creación de fuentes de trabajo. Las remesas son el sustituto del salario; hacen las veces de los ingresos familiares. Y le quitan presión al gobierno porque el beneficiario no le va a hacer huelga al familiar proveedor si el dinero no alcanza.

Si en los hospitales públicos no hay atención ni medicamentos no hay problema puesto que en las clínicas y farmacias privadas el único requisito es tener el dinero para pagar, y eso lo resuelve una transferencia adicional por parte del proveedor.

La educación, desde la preescolar hasta la universitaria, cuenta con la suficiente oferta como para absorber a toda la población estudiantil que demanda ese servicio. Y si al final de la carrera no encuentra empleo el nuevo profesional, no existe frustración pues el camino hacia el extranjero siempre está abierto.

Para el empresario del comercio, turismo, importador de bienes de consumo, banquero, transportista, etc., los dólares de los migrantes son una bendición porque no hay necesidad de invertir ni un centavo para capitalizarlo en sus negocios. Simplemente es una lluvia de divisas que le cae del cielo, sin esfuerzo, sin riesgo, sin realizar ninguna inversión.

De hecho, el volumen de dinero que ingresó al país por el concepto de remesas el año pasado superó por mucho la recaudación total del Ministerio de Hacienda: 6 mil 571 millones de dólares contra 7 mil 742 millones de dólares de transferencias familiares limpias de polvo y paja. ¡Más de mil cien millones de dólares de diferencia! En cuanto al monto del Presupuesto General de la Nación que fue aprobado para 2022, y que era de 7 mil 967 millones 700 mil dólares, presentaba dos grandes problemas: había sobreestimado los ingresos fiscales en 500 millones de dólares y requería mil 200 millones de deuda para suplir los egresos estimados. O sea, era realmente mil millones 700 mil dólares menor: alcanzaba apenas los 6 mil 200 millones de dólares, por lo que nuevamente era más chico que las remesas que lo superaban en mil 500 millones. Y también las remesas superaron a las exportaciones totales del año 2022, pues estas alcanzaron los 7 mil millones. Por solo comparar unas cuantas cifras.

Resulta evidente que para los empresarios y para los gobernantes la migración masiva es un negocio redondo. Se quitan de encima la presión social y reciben más ingresos de los que podrían conseguir haciendo inversiones de sus propios bolsillos.

De tal manera que la pérdida de vidas en el camino es para ellos solo una raya más en el lomo del tigre. Una anécdota molesta como una mosca cojonera, como diría mi amigo venezolano Rodrigo Lucena.

Y, de paso, los que se quedan muertos o desaparecidos en el camino son una excelente oportunidad para culpar a otros por no cuidar de los derechos humanos de los migrantes y evitar que alguien pregunte por qué huyeron del paraíso.

Pero, durante el gobierno de la actual familia reinante de El Salvador el estímulo para que los salvadoreños abandonen el país y se expongan a todo tipo de peligros ha sido tanto que llevado a sobrepasar todas las cifras de migrantes del pasado.

Tanto es así que la población salvadoreña se ha visto reducida en 350 mil personas de 2019 a 2022. Por primera vez en toda su historia El Salvador ha visto una tasa negativa en su crecimiento demográfico. No solo no ha crecido ni se ha estancado: hoy los habitantes en El Salvador son menos gente y mucho menos jóvenes.

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