Relato: A gata vieja ratón tierno

Miladis ya había traspasado el umbral de las cuatro décadas. A mucha gente le parecía que era una loca, pero no peligrosa; no obstante, para un observador perspicaz, su vida parecía la ruina de un amor desmoronado. No había visto a su alrededor a ningún hombre que pudiera inspirarle una de esas locuras a las que las mujeres suelen entregarse.

Por: Prof. Mario Juárez

Durante la guerra contra Honduras, asistió a un baile en su pueblo natal, en Chalatenango. Allí se prendó de un teniente del ejército salvadoreño, quien despertó en ella una pasión noble y grande; se casaron y gozaron la luna de miel sólo una noche. Sin embargo, la desgracia se cernió sobre ellos y que fue consagrada por la mano de la muerte; una bala segó la vida del oficial. El dolor dejó en el rostro de esta mujer un velo de tristeza.

No volvió a casarse. Esta nube no se disipó hasta la edad en que la mujer comienza a añorar sus tiempos pasados y cuando los deseos del amor renacen después de una amarga juventud.

Cuando supo que un joven pobre y modesto llamado Ricardo había preguntado por ella, se excitó, se entusiasmó y quiso conocerlo. A la mañana siguiente el mancebo se presentó a su casa; la timidez de sus maneras, su voz, su mirada, causó gran impresión en ella. Con sus dedos cuidados, Miladis le hizo un gesto amistoso y le contó, no sin lágrimas, la historia de su amor con el militar, tan pura y ahogada cruelmente. Sus palabras argentinas embriagaron al adolescente. Las horas que pasó junto a ella fueron para él uno de esos sueños que se quisieran eternizar. Encontró a esta mujer más bien enflaquecida que flaca, amante sin amor, enfermiza pese a su vigor. Sus defectos fueron de su agrado. No reparó en sus mejillas hundidas, en la que las penas y algunos sufrimientos habían dado un tono pálido.
Quedó cautivado por aquellos ojos de fuego, de aquellos labios aún frescos… de su blusa entreabierta, donde se dejaba entrever unos senos intactos y bien formados.

Ricardo poseía un carácter valiente y aventurero, además ambicioso. Su rostro era níveo, tenía unos ojos negros, casi azulados, adornados con largas pestañas color castaño, unas cejas que parecían trazadas por un pincel chino, frente amplia y nariz respingona que armonizaba con su cabellera de rizado natural. Sus miras puestas en Miladis, sus buenos modales, su espíritu de castidad, la nobleza de sus sentimientos… lo habían subyugado.

Miladis, en su fuero interno, se hacía reproches, diciéndose que había sido una locura querer a un hombre de diecinueve años. Con los días se mostró unas veces altanera; otras, protectora; unas veces afectuosa, otras, aduladora. Durante dos meses Ricardo vio en ella una benefactora. Pronto comenzaron las confidencias…

Familiares y amigos decían que el mozo no era más que un vago de siete suelas y que su madre era viuda y vendía frutas en el mercado… “¿Qué tiene eso de malo? ¿Acaso no es más que una pobre viuda? Supongamos que no tenemos ni un centavo, ¿qué haríamos para sobrevivir? ¿cómo mantendrían ustedes a sus hijos?”, repuso Miladis. La sangre fría de ella puso fin a las quejas de sus parientes.

Las almas grandes siempre están dispuestas a hacer de una desgracia una virtud. Además, existe un atractivo en obstinarse en hacer un bien en aquello en lo que los demás ven un motivo de reproche.

En todo el pueblo de San Ignacio no se hablaba de otra cosa que de la inminente boda entre la cuarentona y el joven.

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