La mano peluda

Sabía que todas aquellas visiones que le rodeaban eran hijas de su delirio, y esta convicción se afianzó en él, porque durante el día no se veía traza alguna de aquellos fantasmas de la noche que desaparecían con la aurora.

Por: Prof. Mario Juárez

No obstante, Alfonso era consciente de que su conciencia tenía costras, que le hacían remover escombros de su pasado, que le impedían pegar un ojo. Entre las cortinas de su ventana apareció una oscura imagen que, gracias a su fiebre, estaba ya familiarizado con aquella sombra. Recordó que el mejor medio para hacer desaparecer aquellas visiones era beberse un trago de aquel aguardiente barato, con el fin de calmar sus agitaciones. Extendió el brazo hacia la pata de la cama, donde tenía “la pacha” de guaro, marca “Muñeco”, con la etiqueta de un aldeano joven y hermoso, de cabello como el oro, y de ojos tan azules como el mar; vestía una camisa azul de manga larga y un pañuelo rojo, que se anudaba a su cuello.

Y es que todo comenzó por la abuela que, rodeada de sus nietos, aseguró que la tal mano peluda sí tenía nombre y apellido, que no sólo se aparecía, según ella, a mitad de la noche, a los niños malcriados, sino además a mujeres y a hombres viejos como a “Foncho”, su yerno, que adolecía de fealdades morales y físicas…, que había cometido tantos errores en su vida.

Desde entonces, él había abrazado estas palabras de fuego, que le quemaban su existencia. Comenzó a danzarle en su cabeza aquel episodio que le punzaba más que otros: el empaste dental de oro macizo que le arrancó al tío Chepe, en sus últimos suspiros, previo del viaje al otro mundo; luego acudió a su memoria aquel hermano suyo, que abandonó en el desierto, luego de estafarle una fuerte cantidad de dólares; seguidamente reapareció su esposa y la marimba de hijos, a quienes dejó a la intemperie. Pero lo que más abrasaba a su atribulado corazón era la inasistencia a la velación y al sepelio de su mamá… y todo por la preferencia de sus amigos de copas y de mujeres de la vida alegre. A continuación, lo asaltaron otros recuerdos de menor importancia que, como los anteriores, le caían en su alma como gotas de plomo derretido.

Un ruido casi imperceptible de una uña que rascaba debajo de la ventana, que se permutó en una figura, y que luego tomó la forma de una mano peluda, como una araña descomunal, se coló en las colchas de su cama. Temblando, agitado y con el corazón oprimido, vio emerger un hombre atlético –entre virutas de humo, como un genio terrible de una lámpara maldita-, con cara de bandido, de ojos grandes y turbios, labios gruesos, nariz aplastada y cabellera roja que le caía por las espaldas en mechas retorcidas como serpientes, que le dijo: “¡Miserable!”

“¿Quién sos vos?”, preguntó Alfonso. “¡Soy aquel que vendiste y deshonraste!”, contestó la silueta. “¿Por qué me has hecho sufrir tanto?, continuó Foncho. “¿Realmente sufrís mucho?”, inquirió el hombre. “¡Sí, sufro cruelmente!”, dijo Alfonso. “Hay muchos que han sufrido más que vos…; sin embargo…”

“Sin embargo, ¿qué?” –gritó Foncho con altanería-. “¡Sin embargo Dios te ha permitido vivir hasta hoy!” -rugió el raro personaje, suspendiendo en el aire un puñal.

Alfonso dio un alarido y cerró los ojos. Cuando levantó la cabeza, vio que el desconocido se despedía, filtrándose debajo de la puerta.

Cuando despertó al día siguiente, a la claridad del alba, y se miró al espejo, vio que sus cabellos se habían vuelto blancos.

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