Del bien morir

A la memoria de aquella generosa tortillera y del doctor Héctor Samour.

Por: Álvaro Darío Lara

Hace unos días escuchaba a un ministro religioso referir, cómo en su juvenil apostolado, en una remota población del departamento de Cabañas, había conocido a una sencilla y pobre mujer que se ganaba la vida “echando” tortillas, no teniendo más posesiones que un humilde rancho, apenas unos enseres, y su comal siempre ardiente, donde se cocían esos milagrosos alimentos mesoamericanos.

Mujer ya adulta, solitaria en su vida privada, pero acompañada de muchos niños que llegaban hambrientos en derredor de su cocina, esperando el milagro de la tortilla de maíz, y de algún diminuto trozo de carne, que los sustentara.

Decía también el sacerdote, que más de alguna persona mayor, también se deslizaba, como quien no quiere la cosa, por ahí, y siempre, todos, salían satisfechos, habiendo saciado la corporal hambre.

El tiempo pasó, y casi cincuenta años después, narraba el presbítero, por azares de la vida, estuvo nuevamente de visita por esas regiones. Una tarde, un azorado campesino llega y le avisa de una anciana que, moribunda, clama por un sacerdote para confesarse y recibir la católica extremaunción. El ministro aparece, y la anciana al reconocerlo, casi se incorpora del lecho, bendiciendo al Dios de su corazón, por tan milagrosa visita; se pone a cuentas con la divinidad, se despide del padre, y le dice que ahora puede morir en paz.

Tiempo después, ya en su hogar, el sacerdote, recibe la noticia del deceso de la piadosa mujer. El tema, aquí, dice el padre, es la forma absolutamente gozosa en que esa señora entregó su alma al Creador. Satisfecha, en su pobreza, de haber practicado el mensaje de amor, que pregonara hasta en la Cruz del Calvario, Jesús de Nazaret.

La pregunta, entonces, a la feligresía era: ¿Cuántos podremos experimentar esa paz al momento de nuestra muerte? ¿Cuántos en realidad, podríamos decir que sí cumplimos las bienaventuranzas evangélicas?

Esto atraviesa mi pensamiento, cuando recuerdo la entrega de aquel brillante profesor de Filosofía en la UCA (mi Alma Máter), que hizo del conocimiento y de la enseñanza, su máxima y más portentosa realidad, entregando generosamente la tortilla, el pan de saber, a esa parvada de jovencitos que fuimos sus alumnos, allá por 1985, me refiero al doctor Héctor Samour (cariñosamente conocido como “Teto”), quien recientemente nos dijo un hasta pronto, cruzando el río de la vida, hacia una región más fresca y luminosa.

Recuerdo vivamente, sus pedagógicos énfasis de voz en las clases, sus lecturas obligatorias y sugeridas, su mirada, y su alegre sonrisa, con la que nos cuestionaba y respondía. Su clase era un derroche de inteligencia y conexión con nuestras jóvenes mentes y corazones. Tan ávidos por comenzar a correr en esa autopista universitaria.

Luego, el tiempo, nos llevó a compartir importantes procesos educativos dedicados a la formación del magisterio nacional; y finalmente, a trabajar juntos, desde la institucionalidad del Estado, en la formación continua de los maestros.

Si una virtud, distinguió al doctor Samour fue siempre su sentido profundo de la realidad, su conocimiento e intuición de lo posible, y, desde luego, su humor.

Ahora, insisto, en que se nos ha adelantado, vayan para él, estas líneas, de aprecio y admiración a su importante y positiva influencia en la vida de tantos. Dio mucho de sí, en las aulas, como aquella tortillera, que nunca se cansó de repartir el sagrado maíz a todos los que se acercaron a su comal. Quizás, de eso, estimados amigos, se trate el amor. Quizás.

*Columnista EC

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