Una declaración de amor

Sólo sé que Obdulio estaba enamorado de Cristina. Un día la invitó al parque para declararle, de una vez por todas, su amor, en medio de ese ambiente de pájaros y niños. Ella aceptó con gusto, a condición de que, a la entrada del parque, le comprara un sorbete.

Por: Prof. Mario Juárez

Los dos entraron en el día fijado y a la hora señalada al lugar, que ya empezaba a oscurecer. Obdulio llevaba un pañuelo con el que procuraba calmar su ansiedad; ella saboreaba el sorbete.

Se sentaron a una banca apartada. Él, discreto, esperó a que las circunstancias se pusieran a su favor; cuando creyó que todo estaba listo, se aprestó a la acción.

Entrelazó las manos, entornó los ojos mirando a cualquier lado, suspiró hondamente y le dijo: “¡Cristina, te amo!” Ella no respondió.

Sabiendo que quien calla otorga, Obdulio tomó más ánimo, y con voz de galán, volvió a decir: “Cristy, te amo locamente”. Y esperó.

Cristina volvió el rostro y lo miró, y sacando las palabras, le respondió: “Obdulio, quiero otro sorbete”. Aquello no era lo que él esperaba, y como estaba dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias, corrió a comprarle otro sorbete (esta vez se lo llevó de dos bolas).

Esperó a que las cosas se normalizaran y volvió a la carga; esta vez no musitó con delicadeza, sino rugió: “¡Cristina, te amo locamente!”

Ella, como saliendo de un sueño, entreabrió los labios y le dijo: “Obdulio, al sorbete no le echaron nada, ni maní, ni chococrispy, ni miel… Entonces él se sintió trastocado, y sacando valor para no exasperarse, exclamó: “¡Cómetelo así, mi amor!”

Había transcurrido una hora, pero él no pensaba agotar otra oportunidad; hoy sentía más seguridad de triunfar. Cristina ya no disfrutaba del sorbete, sino que se entretenía en limpiarse las comisuras de los labios con la escasa servilleta.

Obdulio empezó su tercero y último asalto. Esta vez no musitó ni rugió, sino que sus palabras salieron extasiadas, como un maullido: “¡Cristina, te amo con locura!” Ella lo miró de nuevo con sus ojos desorientados, que terminaron de enloquecer a Obdulio, y entornando la mirada con gesto cansado, le dijo: “¡Obdulio, llévame a la casa… me siento fatal!”

“¿Cómo así?”, le dijo él. ¿Es que te hace sentir mal la declaración de mi amor?
Ella lo volvió a mirar con aflicción, y le tomó la mano y le imploró: “¡Llévame a la casa, por favor; tengo prisa!”

“Pero mi amor, no se ve que vaya a llover –le dijo él-; la noche está linda…”
“Pero es que… Obdulio… los sorbetes… me han…”

Obdulio no la dejó terminar, comprendió todo y sintió pena. Se levantó, dio media vuelta sobre él mismo y luego se dejó caer en la banca, poniendo cara de circunstancias.

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