Relato: La tusquia

Por: Prof. Mario Juárez.

Yo tenía un amigo que se llamaba Tulio; era negro como el azabache; de cuerpo fornido y cara de pocos amigos. En la escuela le decían “Tufín”. El jabón y el agua eran sus enemigos, y declaraba, con aplomo, que el mejor perfume es aquel que emana del cuerpo. El apodo le caía al pelo y él lo aceptaba con agrado.

Todos los días instalaba su pupitre junto al mío, ya sea a la derecha o a la izquierda; otras veces estaba detrás; otras, delante. Siempre permanecía inclinado hacia mí, mirando mi cuaderno, copiando lo que yo escribía, porque le costaba retener el dictado. A los primeros días mi nariz tuvo que soportar las emanaciones de mi amigo, pero conforme los días pasaron, pareció acomodarse.

Casi la mayoría en el grado jugábamos a la Tusquia, un juego cruel y gratificante, que consistía en hacer una especie de juramento con otro, enganchando los dedos meñiques de ambos y declarando la famosa frase: “Válido, válido de la tusquia”. Entonces uno quedaba ‘válido’, es decir, con derecho a arrebatarle, en un descuido, todo lo que tu oponente tuviera en sus manos. Muchas veces me quedé sin mi pan con frijoles y queso o mis caramelos que había comprado en el chalet escolar. No había por qué protestar. No te servía de mucho poner cara brava.

También uno se podía ‘valer’ de la patada, siguiendo los mismos protocolos de la tusquia; no obstante, no sé qué diría Tulio al ver que yo recibiera una soberana patada…

A Tulio no le gustaba cuando me quitaban todo. “No te preocupes, chelito -me decía-; andá a comprar y tené cuidado, porque veo que todos andan como buitres detrás de vos”.

Era mi amigo inseparable y protector. Muchos me preguntaban: “¿No le sentís el tufo?” No me importaba que oliera mal, y Tulio se regocijaba de que yo no lo juzgaba ni lo rechazaba.

Cierto día ya no supe de él. Recuerdo muy bien ese día en que me capturó la policía en el centro de San Salvador. Me condujeron al cuartel central, acusado de actos de sabotaje Insistían tanto en que yo pertenecía al MERS. No lo niego. Me incriminaban de haber puesto la bomba en el poste de alumbrado eléctrico. Me encerraron en un cuarto oscuro y frío, donde había un barril repleto de agua. Cuando la puerta se abrió, entraron tres tipos de rostros duros, uno me tomó de un brazo y el otro, de la cintura. El tercero tenía una capucha en sus manos, pero no me la puso en la cabeza como correspondía, dudó por un momento y dijo a los otros: “Esperen. Conozco a este tipo”. Un rayo de pálida luz proveniente del pasillo, iluminó su rostro vinagroso y negro, y con gran sorpresa, pude reconocer a Tulio, alias Tufín, de brazos fuertes y manos grandes como tenazas.

“¿Qué? No me digas que es tu mamá este sujeto”, dijo el que me tenía del brazo. “¡No!, ¡pero es mi primo hermano y lo conozco bien!”, exclamó Tufín.

Me soltaron. Pude ver que Tulio y sus compañeros se hicieron a un rincón, y que mi antiguo compañero de clase les decía algo en el oído: “No podemos aplicarle este castigo”.

Después me quedé a solas con Tulio, y me preguntó si yo pertenecía a alguna agrupación subversiva. Le dije que no; que yo era un estudiante y que, efectivamente, estaba involucrado al movimiento estudiantil, pero que no constituía un delito el hecho de organizarme.

-Andate –me dijo-. A ver cuando nos tomamos un cafecito.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

A %d blogueros les gusta esto: