Filosofía revolucionaria

Armando Hart

El hombre, indefenso físicamente para vencer el mundo exterior, se vio en determinado momento de la historia en esta disyuntiva: pensar o perecer. Y así tuvo capacidad racional para emplearla en su lucha contra el medio. Esa capacidad racional le indicó que debía asociarse para el provecho común.

De esta manera surgió el sentimiento de lo colectivo que fue consiguientemente el germen de la civilización. Sin embargo, lo primitivo en él –aquello que aún tiene en común con el resto del reino animal–: su egoísmo, se ha mantenido a lo largo de todo su desenvolvimiento social porque radica en lo más recóndito de su naturaleza.

Producto de esta dualidad de sentimiento: la individual o egoísta –herencia de la primitividad (sic)– y la social o altruista –germen de la civilización–, surgieron las dos grandes corrientes de conducta humana. Siendo el fin último de toda la actividad humana el alcance y disfrute de la felicidad –entendida como la mejor satisfacción de las necesidades corporales y síquicas– unos la buscan en el goce personal y otros tratan de alcanzarla en la lucha por conquistar para la comunidad, los bienes materiales y espirituales capaces de hacer felices a todos. La historia de la humanidad es la historia de la lucha entre estas dos tendencias.

El problema de las relaciones entre los individuos que en el mundo actual se plantea de manera consciente, no es más que la expresión inconsciente de esta batalla entre los dos grandes impulsos de la conducta humana. Por siglos el Estado negó todo derecho al individuo, apoyando su poder en la idea de que el monarca lo ejercía por mandato divino. Frente a un Estado que ignoraba al hombre, tuvo que surgir la lucha revolucionaria por el prevalecimiento pleno de los derechos individuales, que culminara en la declaración de derechos del hombre de 1789.

Aceptada esta como principio y fundamento de la sociedad civilizada y derrotado el régimen de explotación que el feudalismo y su sistema político: la monarquía absoluta, encarnaba, el hombre tiene que buscar en el espíritu de sociabilidad, la posibilidad del desarrollo pleno de su individualidad.

Tergiversando esta verdad, sostén de la idea democrática, se ha creado una filosofía que dice tener como fundamento al individuo. Pero que en realidad parte del sentimiento egoísta, lastre que llevamos los humanos, como herencia del reino animal. Los partidarios y practicantes de esta filosofía, al perseguir su personal felicidad, en la práctica plantean que el Estado debe tolerarles su egoísmo.

No comprenden que si durante siglos de esfuerzos llegamos a tener conciencia de la necesidad de la libertad individual, no fue para que en nombre de ella la disfrutaran unos cuantos y se suprimiera para el resto de los hombres, sino para que se tuviera muy en cuenta que el fin del Estado es garantizar la felicidad de todos los ciudadanos.

Ello solo se consigue cuando los individuos canalizan su libertad hacia el bien común, o sea, cuando está presente en la conciencia humana, el principio social que nos sacó de la caverna.

A este grupo egoísta pertenecen los que careciendo de sentimientos de sociabilidad verdadera, y con un desbordamiento de su egocentrismo, tienen como meta fundamental de su acción, el aumento de su poder. Y los que faltándole también el sentido de solidaridad, buscan la felicidad en el mero disfrute de su bienestar personal.

Ellos elevan este instinto primario del hombre a la categoría de filosofía.
Basados en tal concepción mantienen que la riqueza de los pueblos solo se logra a través de la prosperidad de los individuos.

Ello pudo tener fundamento en la etapa que sucedió a la Revolución Francesa, cuando no había una conciencia plenamente desarrollada. Hoy carece de toda justificación porque el Estado debe asumir la función directora de la vida económica para evitar el privilegio de los señores feudales de la época contemporánea: los capitalistas.

La llamada filosofía individualista, exaltando el egoísmo, impide que se desarrolle plenamente lo más elevado y positivo que hay en el hombre: el deseo de ver cómo la colectividad prospera y ser copartícipe de ello.

Si bien es cierto que algunos aspectos aislados de ese egoísmo han sido superados, aún pervive en la organización de la vida moderna y en la acción e inspiración de sus representantes.

(…) cuando falta conciencia de lo colectivo se pierde todo sentimiento moral. Mucho más cuando la moral surge de este sentido de lo social.
Cuando la actividad humana solo está dominada por el ansia de dinero y el disfrute de los placeres, se pierde todo freno y quedan justificadas todas las conductas. Es que la filosofía individualista, desvirtuando la esencia de la Revolución Francesa, encierra como uno de sus principios morales básicos el enriquecimiento personal ilimitado.

(…) Con tal espíritu mercantil exclusivista no hay país que pueda avanzar para el bien de todos y sí para el bien de unos cuantos, ni gobierno con amplitud moral e intelectual que comprenda los verdaderos problemas que atañen a toda una nación. La sociedad está más allá de la vida económica de una minoría. La filosofía de los explotadores crea un derecho de explotadores, una moral de explotadores.

Los valores esenciales del hombre, la inteligencia que lo hizo asociarse y el espíritu altruista que lo forjó como tal, han venido siendo lesionados durante siglos.

Por el contrario, la filosofía de la Revolución descansa sobre la premisa fundamental de que nadie puede ser feliz sin amoldar su conducta al interés colectivo. De que el enriquecimiento de los individuos no significa la prosperidad del Estado, porque el Estado es el pueblo todo.

Esto implica que en un Estado feliz la riqueza está más uniformemente distribuida, al facilitar a todos los ciudadanos el desarrollo de sus ilimitadas potencialidades.

Así piensan, consciente o inconscientemente, todos aquellos hombres de pensamiento y de acción que han puesto su grano de arena en el desarrollo de nuestra civilización.

Ellos han sido y son los instrumentos de la colectividad, del progreso, de la especie humana.

Fragmentos del artículo homónimo, escrito en noviembre de 1956. Publicado en el No. 19 de la edición especial de Lunes de Revolución, el 26 de julio de 1959, y compilado en Cuando me hice fidelista, de Eloísa M. Carreras Varona.

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