Desconectado

El gran apagón es un escenario habitual que enmarca relatos de ciencia ficción. Es una posibilidad fácil de entender y de asumir sus consecuencias para todo el mundo.


Por Manuel Alcántara Sáez*


¿A quién no se le ha ido la luz en casa en un momento u otro? ¿Quién no ha escuchado historias de gente atrapada en un ascensor inmovilizado por la ausencia de energía o de un quirófano que requiere conectar de inmediato un grupo electrógeno autónomo para evitar el desastre? Las narraciones distópicas se engrandecen en función de dos características que potencian el drama, la duración y la extensión, que, inmediatamente, además, envuelven dos preguntas cotidianas relacionadas, ¿será cosa de cinco minutos? ¿la vecindad compartirá la misma situación? La prolongación en el tiempo y la sensación de que el caos reina por doquier contribuyen a acelerar el pánico. También se añade dramatismo cuando se ve afectada una actividad concreta prevista justo para el instante cuando acontece la desconexión.

Está amaneciendo y escucho el ruido del tráfico de la ciudad del norte del país que es modelo de desarrollo y modernidad. Me encuentro en el piso 21 de un edificio en el que se ha debido ir la luz durante algún momento de la noche. Me doy cuenta cuando, como cualquier habitante del planeta, echo mano del celular posado sobre la mesilla y constato que no tiene conexión. Fuera de la habitación, el pasillo está oscuro pues no tiene ventana alguna hacia el exterior del edificio. Los ascensores no funcionan. El silencio es absoluto. Vuelvo al cuarto. No funciona el teléfono para comunicarme con la recepción del hotel. Me ducho. El agua está templada. Queda una hora para establecer una conexión de trabajo que tengo programada desde hace días.

Mis pensamientos me llevan al salto que ayer realicé desde una ciudad del sur. Un vuelo de poco menos de dos horas cambió el entorno de forma drástica. No me refiero solo a pasar de la calidez de un hogar entrañable a lo impersonal de un hotel, ni al clima. Hablo de infraestructuras viales, del tipo de edificaciones, de la modificación humana del paisaje. Ya sé que en todos los informes siempre se destaca la enorme desigualdad territorial del país, algo que se da en mucho otros, pero la constatación personal no deja de impresionarme. Estoy acostumbrado a contrastes similares. Las diferencias siempre están presentes, incluso entre lugares más próximos, pero en este caso siento, y sé, que son mucho mayores. La vista me lleva a un panorama diametralmente distinto.

Ha pasado la hora en la que me debería haber conectado y todo sigue igual. No he bajado la veintena de pisos hasta la recepción porque un empleado al que encontré en la escalera me dijo que no me molestara porque no había energía en todo el edificio. Por un momento me siento culpable de mi estado de incomunicación porque podría haber tenido un “plan b” mediante algo tan simple como la activación de mis datos en el teléfono para suplir la ausencia de la cobertura de internet, pero ya es tarde. La figura de la desconexión total se ve así frustrada. Es solo una invención imaginaria mía que añade dramatismo a la escena. Las personas con las que tenía la cita se han debido retirar hartas de esperarme y urgidas por otros compromisos. Mi desconexión, por tanto, no es producto de un cataclismo en el entorno sino que realmente es fruto de mi indolencia. El panorama dantesco con el que quería iluminar mis cuitas es retórico, una pura soflama de medio pelo.

Ya hay luz eléctrica en el cuarto y en el pasillo. Funcionan los ascensores. Bajo a la recepción donde me esperan para llevarme al acto académico que tengo comprometido a media mañana, pero también allí sigue sin funcionar internet. Salgo a la calle no sólo huérfano de las noticias de lo que está ocurriendo en el mundo, como se decía antes, sino desamparado por no haber consultado el correo electrónico. Ajeno a las llamadas redes sociales, soy, sin embargo, adicto a esta forma de comunicación que entró en mi vida hace poco más de 30 años y cuya consulta realizo varias veces al día. En el auto que me conduce a la universidad escucho las noticias de la jornada. Es una sensación rara que me traslada a cinco años atrás cuando hacía lo mismo y un nudo de nostalgia me ata al pasado.

Todo ello ha hecho que tarde varias horas en conocer el contenido de un mensaje desconcertante que me esperaba en la bandeja de entrada. No se trata de una noticia referida a la salud de algún ser querido, ni es algo alarmante, tampoco es una misiva vinculada al deterioro galopante de la administración de mi universidad, menos aún constituye una de las habituales peticiones de cartas de recomendación que continúan pidiéndome estudiantes con los que no tuve especial vínculo y que sigo atendiendo. El mensaje lo envía alguien de quien no sé nada desde hace bastante tiempo y con quien antaño tuve una estrecha relación. El texto reza lacónico: “Por más que insistas sigues tirando tu tiempo a la basura. Nunca conseguirás nada a pesar de tu talento. ¿Por qué no me hiciste caso?” De reojo miro una voluminosa biografía de Kierkegaard que me acompaña desde hace unos días y reparo en un par de líneas que subrayé anoche: “todo amor, como todo conocimiento, es recuerdo (…) ser escritor cuando uno está casado es una infidelidad manifiesta”. El día ha sido largo y es hora de apagar la luz, pero sé que, en este caso,  la desconexión nocturna será imposible.

*Politólogo español, catedrático en la Universidad de Salamanca.

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