La hora bruja

No me voy a detener –nomás tantito para dejar testimonio- a ver las cifras de los resultados electorales del 4 de febrero de este año, porque eso fue una chabacanada que solo tiene comparación con los fraudes de la tiranía militar fascistoide, que llevaron a la guerra de 12 años a El Salvador y que cobraron la vida de casi cien mil personas, entre muertos y desaparecidos.

Por: Toño Nerio

Solo voy a detenerme en un dato curioso, para no dejar de evidenciar la patanada bukelista, que demuestra el desprecio hacia el pueblo y su cinismo criminal: el padrón electoral del Tribunal Supremo Electoral (TSE) contenía un total apenas superior a los 6 millones 200 mil votantes habilitados, pero la población total del país -según cifras oficiales del mismo gobierno de bukele- era de 6 millones 320 mil 827 (hombres y mujeres) personas de todos los rangos de edad.

Según resulta del contraste entre ambas cifras –población total menos votantes potenciales-, en todo El Salvador hay únicamente ¡120 mil 827 personas menores de 18 años!

Pero si le echamos un vistazo rápido a la pirámide demográfica oficial del país, se ve claramente, gráficamente, que un 33% de la población está por debajo de la edad mínima para votar, o sea que realmente hay unos dos millones y pico de almas, de entre cero y 17 años once meses y 29 días con 23 horas y 59 minutos y 59 segundos.

Otra perspectiva de las chambonadas del gobierno nos la da la matrícula escolar de educación básica y media –cifras detalladas del Ministerio de Educación del mismo gobierno de bukele-, porque en ese dato oficial se incluye toda aquella población escolarizada cuya edad oscila entre 6 y 18 años, que en 2021 alcanzaba la no despreciable cantidad de un millón 205 mil 669.

Otra cosa es que hoy deberían ser más estudiantes y en realidad son menos, pero eso se debe a las políticas expulsoras del bukelismo que han incrementado la deserción escolar y por añadidura han agravado la migración de niñas y niños sin acompañante.

Es decir que en los datos oficiales del organismo rector de los eventos electorales salvadoreños hay más de un millón de votantes que no tienen edad para ejercer ese derecho ciudadano, por ser menores de 18 años, que es la edad mínima para solicitar y recibir una credencial que les permite a los salvadoreños poder votar.

Cuando escribo esto han pasado dos semanas desde las elecciones y aún se carece de un informe oficial del TSE acerca del escrutinio de los votos; no tengo ni un adarme de duda de que se debe a la changoneta orquestada desde las cimas del poder ejecutivo.

Por donde se le vea son muchos los datos que no cuadran. La mentira bukelista es la norma inviolable e infaltable de cada día.

No me extraña si agrego el dato de que, por puritita casualidad, la jefatura de informática del Tribunal Supremo Electoral bukelista que se ha encargado del recuento de los votos de estas elecciones, se puso en manos de la misma persona que estaba a cargo de las cuestiones informáticas de la Casa Presidencial bukelista.

“Uno para ti, tres para mí; nada para ti, cuatro para mí”, como en el chiste del cura.

Sin embargo, está demás cualquier argumentación para mover a la población salvadoreña a pararse a reflexionar acerca de las consecuencias de su parálisis actual ante semejante burla o de su complacencia por el “castigo” bukelista a los mismos de siempre.

Razones hay, obviamente, unas más perversas que otras, pero todas dañinas.

El terrorismo gubernamental tiene a toda la población en un estado catatónico llevándose el índice a los labios y diciendo “¡shhh, no diga nada, que aquí hasta las paredes oyen, afuera andan los soldados!”

Ese miedo cerval que impide cualquier movimiento ha sido el producto de la ejecución de una política deliberada, que fue confesada por el propio bukele cuando dijo citando a Nicolás Maquiavelo “prefiero ser temido que amado”.

La cita maquiavélica dicha con una sonrisa sardónica revela que toda la brutalidad militar y policiaca contra las personas tiene la finalidad expresa de sembrar en las mentes de toda la población un sentimiento de inseguridad, de fragilidad, de vulnerabilidad, tan hondo, tanto para que quede concienzudamente inyectado en la médula, de modo tal que nadie levante la mirada para enfrentar al delincuente que lo oprime.

Es exactamente lo mismo que ordenan los ladrones que se suben a los buses y lo primero que dicen es “no me mires, agacha la cabeza”, mientras lo encañonan a uno con sus pistolas y blanden sus cuchillos.

Y la otra parte de la población, la que ha sido inoculada con el sentimiento de odio y de deseos de revancha, en un plan de “no me importa quién me la hizo, sino quien me la paga”, lleva a que respalden ciegamente la sistemática violación de los derechos humanos de aquellos que caen en manos de los uniformados del tirano autócrata.

Cuando tomo distancia de esa realidad puntual que en este momento están viviendo los antes ciudadanos y hoy súbditos, no me queda otra cosa que hacer una comparación -por puro contraste- con una vieja película española de Jaime de Armiñan, que se titula La hora bruja.

Es la historia de la vieja pareja que durante años ha vivido en un bus y va siempre viajando de un pueblo a otro, montando su espectáculo itinerante, hasta que se han cansado de esa rutina y han agotado también el sentimiento de aventura que los empujaba a seguir a punta de amarse un día tras otro.

“Porque grietas tiene el alma, porque nada es para siempre, que hasta la belleza cansa…”, decía José José, en El amor acaba.

Pero un buen día, en una carretera como todas las demás, encuentran un súcubo a la orilla pidiendo que la lleven a otra parte, y la recogen para darle un aventón. Aquel demonio los seduce, los conduce a una crisis y luego se va. Al final, antes de separarse aquel par de viejos amantes, cuando van hacia la salida de la última ciudad en la que van a estar juntos, el azar los lleva a un restaurante, deciden detenerse a cenar y en medio de aquel lugar embrujado ocurre el milagro del renacer del amor. Al amanecer, cuando pasan en su autobús frente al lugar donde estuvieron cenando apenas unas horas antes, ven que solo hay un lugar baldío, con una casa destartalada, toda rodeada de monte y abandono. Se estremecen y retoman la carretera. Desde una colina, toda vestida de negro, montada en un potro negro, el diablo mira pasar el bus y sonríe. El amor ha vuelto.

En la historia de El Salvador, no fue un súcubo sino un íncubo, el demonio que llegó para entrometerse en la vida de la sociedad a la que le habían dañado, a punta de ataques constantes, su relación con la política y la democracia. Polarización y odio es su obra: “por sus obras los conoceréis” (Mateo 7:16).

Fue a través de la política y del ejercicio de la tolerancia que por primera vez se pudo vivir en democracia. Imperfecta, pero democracia en desarrollo y perfeccionamiento.

Eso ocurrió después de los Acuerdos de Paz, el convenio nacional que puso fin al conflicto armado que había tenido su origen en la sistemática violación de los Derechos Humanos y en la secular insatisfacción de las más elementales necesidades de la mayor parte de la población.

Pero, casi tres décadas de bombardeo constante de anti política y varios años de vender a bukele como un “outsider”, nacido de un repollo, convencieron a una gran parte de la población salvadoreña de que la participación ciudadana era un desperdicio de tiempo, que los políticos son todos iguales y todos unos corruptos, que el mantenimiento del Estado es un gasto inútil. El demonio incubó el odio y atizó el rencor.

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