Relato: Andrei y sus cangrejos azules

Por: Prof. Mario Juárez

Aquel cumpleaños fue todo un raro acontecimiento. Las piñatas, una tras otra, vaciaban aquellas delicias que son el delirio de los niños; los sánguches, las porciones de pastel y los vasos de horchata ya habían desfilado entre los comensales, quienes reían y comían a carrillos llenos. No había chiquillo que sufriera el desconsuelo por no tener en sus manos esa bolsita con dulces y bombones, decorada con los héroes y heroínas de la televisión. Las melodías infantiles de “Cri Cri”, se desgranaban sin interrupción, entre el guaro, el “jaibol” y las cervezas, que cumplían su función de falsificar la alegría auténtica de los adultos.

Entretanto, en su austero hogar, Andrei -que no había sido invitado-, le rogaba a su madre que lo dejara ir. “Hijo mío, ¡por el amor de Dios!, date cuenta que no nos mandaron la tarjeta de invitación; quizá porque saben que no llevaremos regalo…” El viento le endulzó el oído con las bellas notas de su canción preferida: “El ratón vaquero”. Ese ratón cautivador le despertó un deseo irresistible de dirigir sus pasos hacia él. Sabía que luego vendría “La patita”, “La marcha de las letras”, “El chorrito”, que él había cantado y bailado en la escuela.
Y en un descuido de ella, desobedeciendo sus consejos, se fue a la fiesta.

Sin embargo, en su alma pequeña palpitaba el temor de ser rechazado. Su instinto no le mentía. En efecto, la sonrisa de todos se desdibujó en cuanto el niño asomó en el patio, mientras un señor gordo y rojo –de seguro el padre del cumpleañero- le lanzó una mirada despectiva. Un oleaje de humillación golpeó el rostro del muchacho y le obligó a no pedir nada y permanecer como simple espectador.

Al final, cuando no había más que restos esparcidos en el suelo, se procedió a romper la última piñata; era grande, y parecía tener mucho peso (era una sorpresa, decía el anfitrión). Convidaron a Andrei, quien no se había movido de su sitio. Un chico de más edad, de fuertes brazos, sin el pañuelo en los ojos, hizo saltar los dulces, paletas, bombones y, ¡unos cangrejos azules y rojos, corrían por todas direcciones, con sus pinzas en alto, desconfiados, poniéndose en guardia ante cualquier agresión! Todos los chicos se echaron atrás, alarmados, mientras los adultos se desternillaban de risa. El niño abrió más los ojos y no reía; no tenía tiempo para eso, cogía con urgencia los crustáceos y los depositaba en su camisa ante la disimulada indignación general. El cielo se tornó gris, y sin que nadie lo advirtiera, rugió una fuerte tormenta que consternó el ambiente. La música cesó y la confusión se instaló en los rostros.

Allá en su casa, Andrei y los suyos, al amparo de unas velas y un fogón, esperaba con expectación los langostinos que se debatían en combustión.

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