Relato: Luto festivo

No fue tan difícil adivinar los motivos que germinaron en la mente de Julia la idea insensata de aquella celebración. Había gastado casi sesenta dólares, prestando aquí y allá, con el fin de celebrar, como Dios quiere, la partida física de su difunto esposo. Acaso cedía a la influencia de una vecina que años atrás había organizado una verdadera fiesta cuando su marido dejó de existir.

Por: Prof. Mario Juárez

Es muy probable que, en esta circunstancia, en el momento que se sentía abandonada, hubiera querido demostrar a todos los inquilinos el odio ciego hacia ese hombre que no la valoró. Ocurre a veces que estas ráfagas de encono pasan por el cerebro de las personas más pobres y desvalidas. Por otra parte, Julia no era de las que dejan abatir por el infortunio; podía sentirse afectada en determinados momentos, pero su entereza moral no se quebrantaba jamás.

Ese día, desde tempranas horas, Julia se ocupó de las compras, ayudada por un bolito, delgado como un huso, llamado Porfirio, que Dios sabe por qué circunstancias vivía en el mesón. Desde la mañana se puso a disposición de ella, corriendo de un lado a otro, desempeñando ‘mandados’. A cada instante, por el menor detalle, corría a pedirle instrucciones, al mismo tiempo la cubría de elogios y le adjudicaba méritos que la mujer no tenía, hasta el punto de turbarla y fastidiarla.

Ya en la noche todo estuvo listo: la carne asada, el chirimol y las tortillas tostadas al carbón. Había en un amplio balde de metal veinte cervezas Pilsener entre cubos de hielo y dos botellas de Tic Tac, para lo que quisieran calentarse las tripas, decía ella. Los convidados empezaron a llegar, atraídos por el fuerte olor de la carne. Cuando todos estuvieron instalados a la mesa, Julia tomó asiento a un extremo y les agradeció por su presencia.

“¡Coman y beban; para eso los he invitado! –empezó a decir Julia-. Más de alguien se preguntará por qué los hice venir aquí. ¡No se imaginan qué tan feliz soy ahora!”

Y comenzó a contar, mientras los comensales ponían en movimiento sus mandíbulas, de cómo conoció a su marido allá por la década del 70, en un restaurante llamado La Praviana. Dijo que ella era una jovencita; que desde que lo vio enamoró de sus ojazos verdes, de su cuerpo fornido y su amabilidad; que al mes se casaron por lo Civil y ya no se separaron; que al principio todo fue miel; pero la miseria no tardó en presentarse al hogar y él se había vuelto cruel, agresivo e infiel; que él se inclinó mucho por la bebida, que lo revolcó en una senda de perdición; que desde entonces sólo pasó entregado a los dominios de Baco.

Y que cuando ella le preguntó si le dejaba una herencia, dice que él le dijo: “¡no mereces nada!” Que la casa en la que vivían, él ya la había hipotecado y que no le dejó más que los trastos que los invitados estaban usando en ese momento; dijo que quedó en la calle, sin nada, y que no tuvo otro remedio que buscar una pieza de alquiler.

Julia se tomaba sus cabellos con fruición y daba puñetazos de vez en cuando sobre la mesa. Todos habían dejado de injerir los alimentos y se limitaban a escucharla. Sin embargo, alguien tomó la palabra y gritó: “¡Salud a su tranquilidad y alegría! ¡Ese desgraciado ya no está y esto hay que celebrarlo!”

Todos parecieron despertar de un letargo y se dispusieron a destapar las botellas de Tic Tac.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

A %d blogueros les gusta esto: