Relato: Te extraño, guerrillera

Por: Mario Juárez

La conocí en noviembre de 1983. Iba yo en mi bicicleta cuando ella me hizo alto con su mano izquierda. Mi ritmo cardíaco se incrementó y una corriente fría se instaló en mi pecho. Era bajita, morena, de cabello negro y largo. Un brillo de coquetería asomó en sus ojos rasgados. Su boca era un coral. A su cuerpo se ceñía una falda corta y sus senos casi estallaban en su blusa color rosa.

Me dijo que le prestara mi bici para darse un paseo y yo no lo pensé dos veces; su sonrisa me hechizó y se burló de mi rubor. Se alejó con su cabello al viento, y dejó en mis manos una bolsita de papel, cuyo interior pesaba un par de libras.

Pasó quince minutos, media hora, una hora y ella no aparecía. ¿Se habrá caído de la bici? ¿La habrá atropellado un carro? Entre la aflicción y la intriga, quise saber lo que había en la bolsa.

La guerra ya daba sus primeros pasos y la violencia ya mostraba sus garras. La chica volvió cansada, sudorosa y sonriendo como siempre. Irradiaba gran energía. No me interrogó sobre la pistola y la granada que había en la bolsa. Le pregunté quién era, de dónde venía, dónde vivía, que cuántos años tenía, que si le gustaban los libros… ella sólo se limitó a sonreír una vez más. Me dijo que se llamaba Marcela, que tenía catorce años y que le gustaba la literatura rusa.

Con los días tomamos confianza y me contó que era de Guazapa, Chalatenango, que vino a la capital hace unos años, junto a varios niños y niñas huérfanos, que habían perdido a sus familias. Me dijo, además, que pertenecía a un comando urbano.
Nos hicimos novios y fue mi primer amor. Descuidé mi apetito, mi sueño y falté a clases en la escuela. Me aseguró de que de allí en adelante, ella me protegería; me prometió que nos casaríamos cuando yo decidiera organizarme junto a ella. Su estadía en la capital se agotaba.
Cuando se marchó, la lloré como nunca. “Algún la verás; lo que es de uno, vuelve tarde o temprano, Rony”, me dijo mi madre.

Han pasado los días y aún la veo montada en mi bici con su cabello suelto, sonriendo, saludándome con su mano izquierda. Creo verla en la tierna luz de aquellos días celestes, en las flores, en las cosas sencillas. Asimismo recuerdo sus besos y caricias, sus brazos morenos alrededor de mi cuello y aquella incesante voz: ¡Vámonos!

La busqué en la celebración del final del conflicto armado, entre los guerrilleros y guerrilleras que acudieron a la Plaza Gerardo Barrios, pero no la encontré. Hice mil preguntas y nadie me aportó noticias de su paradero o desaparición.

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