Literatura y feminismo camuflado en el siglo XlX

Por: Aranza G. Icaza García

La literatura, a lo largo de los siglos, se ha encargado de difuminar el papel de la mujer hasta relegarla a un papel secundario, a ser una mera espectadora de la realidad que la rodea y convertirse más en un adorno que en un personaje. La mujer ha sido científica, literata, gobernante y artista desde tiempos inmemorables, pero su representación en la literatura se limitó durante siglos a ser madre, acompañante, esposa o amante, sin límites de personalidad definidos ni características contundentes; numerosos autores retrataron a una mujer inanimada, carente de vida y sentido con el único propósito de alimentar el paisaje. A pesar de que múltiples novelas clásicas pecan de caer en cierta medida dentro de esta narrativa, existieron algunas obras en las que los rasgos de sus protagonistas tomaron forma, cobraron verdadera vida e, incluso, presentaron rasgos feministas.

En el año 1847, Charlotte Brönte escribió la novela de Jane Eyre bajo el pseudónimo de Currer Bell, debido a lo terriblemente mal visto que resultaba encontrar a una mujer involucrada en el mundo literario. Jane, la protagonista, se mantuvo firme a lo largo de la novela en su absoluta negación a conformarse con el futuro de madre y criada que se esperaba de cualquier mujer, recalcando en más de una ocasión su derecho a decidir su destino libremente, así como la intensidad de los sentimientos que experimentaban las mujeres; esto resultó un fuerte contraste con las personalidades planas y poco trabajadas de los personajes femeninos retratados en obras anteriores, con aspiraciones conformistas por no decir inexistentes.

Podemos analizar la obra de Mujercitas, escrita por Louisa May Alcott en 1868; a pesar de las aspiraciones más socialmente aceptables de gran parte de los personajes, las protagonistas eran retratadas con sentimientos reales, con personalidades diversas y una complejidad mucho mayor que la de simple ambientación. A esto podemos sumarle la presencia de Jo March, la hermana con conductas más socialmente reprochables y aspiraciones que llegaban mucho más allá de lo considerado antaño como ser “buena mujer”. El análisis podría cerrarse con Orgullo y Prejuicio, escrita por la autora Jane Austen mucho antes que las obras previas: en 1813. La novela nos presenta a Elizabeth Bennet, una joven que salía de los estatutos tradicionalmente correctos al aspirar a rebeldías como no casarse por mera conveniencia ni conformarse con una vida miserable por el simple hecho de ser pobre y, peor aún, ser mujer.

La literatura del siglo XIX se encontraba ahogada en preceptos machistas; las mujeres debían permanecer en el fondo, encargadas de limpiar, planchar, tener bebés y hacerse cargo de ellos. Eran adornos en las fiestas, trofeos tras la victoria de una guerra y meseras durante los eventos ostentosos. De cualquier forma, en estas novelas comenzamos a ver los avances de una cierta rebeldía. Mujeres que se creían con la libertad de dirigir, al menos en cierta medida, su propio destino. Mujeres que exteriorizaban sus sentimientos, que no eran necesariamente bellas ni ricas, pero eran brillantes, eran audaces y, sobre todo, eran personas; personas dignas de sentir, dignas de decidir y dignas de respeto. Mujeres que no necesitaban ser el prototipo de mujer ideal, reprimida y vacía, porque se sabían mucho más. Mujeres que se atrevieron a desafiar los ideales de la época y que, por esto, fueron feministas.

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