Amarillo e insumiso París

El movimiento de los chalecos amarillos ha demostrado que la izquierda tiene que reinventarse y luchar en frentes comunes con la clase media, contra una derecha que impone una agenda de pobreza total y absoluta, en nombre del bienestar momentáneo e individual de grupos inescrupulosos

«París es una criatura que cambia la túnica por la camisa desgarrada, y asalta los estamentos del poder», así la narró Víctor Hugo en su obra cumbre Los Miserables. Para aplacar a la criatura, se generó a fines de la Segunda Guerra Mundial el Estado de Bienestar, un conjunto de sistemas socialdemócratas. Era la ilusión de un socialismo que alejaba al fantasma comunista del otro lado del Muro de Berlín, pugnante por recorrer Europa.

Aquello que surgió, fruto del Plan Marshall estadounidense, le entregó a Estados Unidos las llaves políticas y económicas de Europa, a la vez que creaba una serie de pactos entre la derecha y la izquierda tradicional y desvirtuaba las líneas reivindicatorias hacia un conformismo conservador para preservar un status de vida, al cual muchos definieron como «una burbuja europea».

Tras la caída de la alternativa real en la Europa del Este (un modelo no basado en el mercado, sino en la cooperación y el desarrollo conjunto), ya no había necesidad de ese comodín socialdemócrata y las viejas derechas rompieron los pactos, frente a una izquierda tradicional ya sin bases reales, absorta ella misma en el sistema capitalista. Entonces estalla el Estado de Bienestar y se ponen en práctica las peores medidas de choque, las cuales a la altura de 2019 están en su apogeo, con gobiernos supuestamente «moderados» como el de Emmanuel Macron en Francia. Entretanto, en las calles de París, la criatura volvía de su sueño.

LA CRISIS DE LOS IMPUESTOS
La nueva túnica ya no aspiraba a la nobleza de los foros, ni a un asalto al cielo a la manera de los descamisados de siempre, es un chaleco llamativo en extremo, pero a la vez común. Un color que a menudo se usa como separador en las señales del tránsito vestía a las multitudes que trancaban los principales viales del país francés: el desencadenante era un aumento de los impuestos sobre hidrocarburos decretado por Macron, bajo el pretexto de «luchar contra el cambio climático». Ello, en un país donde el impuesto de solidaridad sobre la riqueza –cuyo objetivo precisamente es la lucha por el bienestar común ecológico, mejores pensiones, asistencia social, empleos, salarios mínimos y oportunidades– ha disminuido debido a los paquetazos neoliberales contra el viejo Estado de Bienestar, que ya no reporta ninguna «utilidad ideológica».

El impuesto sobre hidrocarburos flageló solamente al trabajador de clase media, incapaz de pagarse un piso en la ciudad, que depende de su transporte personal para seguir en su empleo, en un país donde se han desmantelado los servicios públicos, sobre todo en las zonas rurales, ya que no resultan «rentables».

El nuevo sistema emergido tras 1991 tiene más poder que nunca antes para imponer una agenda capitalista pura y década tras década llevó al proletariado a una nueva definición: el precariado, una ¿clase? social tan pobre que ni ideología puede tener, y que no está en condiciones de articularse ni de exigir nada. Los chalecos amarillos no están compuestos por esa ¿clase?, sino por quienes temen caer en ese agujero sin salida.

AMARILLO DE CLASE MEDIA
Determinadas matrices conservadoras han anidado en minorías dentro de los chalecos, como ciertas demandas antinmigrantes, racistas, proteccionistas, nacionalistas de derecha, elementos que le sirvieron a la ultrarreaccionaria Marine Le Pen para intentar en un inicio captar hacia su partido la fuerza del movimiento, en lo cual fracasó al darse cuenta de que las demás reivindicaciones eran demasiado antineoliberales. Las demandas generales de los chalecos son sobre todo tendentes a restaurar el sueño francés –y europeo– del Estado de Bienestar. La diferencia es que ahora no encuentran eco ni en la socialdemocracia vendida al neoliberalismo, ni en una izquierda tradicional debilitada tras décadas de pactos.

Bajo la divisa de una economía moral y no solo rentable, piden mayor seguridad para los miembros de la clase media, devenidos en débiles (asalariados y pensionados) y que, bajo esa óptica, los impuestos sean según las capacidades de pago de cada cual, y no una tabla rasa que tiende a favorecer a unos ricos que quieren finalmente no pagar nada y ganarlo y tenerlo todo (el capitalismo más puro, a la manera de aquel que analizó Marx a mediados del siglo XIX).

Es en ese escenario donde el proletariado no solo no asaltó el cielo, sino que casi desapareció, deviniendo en precariado, la izquierda tiene que reinventarse y luchar en frentes comunes, aún con esta clase media insumisa y amarilla, contra una derecha que impone una agenda de pobreza total y absoluta, en nombre del bienestar momentáneo e individual de grupos inescrupulosos, que realizan una economía desleal.

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