
Relato de Manuel Alcántara. «La mirada incógnita».

Leer los labios es una tarea difícil, pero no imposible. Stanley Kubrick lo anticipó en 1968 para el universo de la computación cuando confirió a HAL9000 esa facultad. Aquella ficción hoy es una realidad, las máquinas hacen ya el trabajo, pero ¿y la mirada?, ¿es posible interpretarla? “Hay miradas que matan” dice el dicho popular, en otras el deseo que transmite la mirada se hace explícito. Mirar a los ojos es sinónimo de búsqueda de la verdad, confirma que el interlocutor es sincero porque el mentiroso lo rehúye. No hay prueba más fehaciente de la validez de un acto que sostener la mirada, aunque luego se sepa que el cinismo también tenga su estrategia en ese terreno. Si un apretón de manos convalida un pacto, un contacto visual por muy fugaz que sea es el mecanismo con el que las partes sienten satisfacer lo acordado. Si este se omite la duda permanecerá vigente.
Hay miradas intensas que se contraponen a otras dispersas. Hay miradas de soslayo que retan a aquellas que son directas. Hay miradas acuosas que contrastan con las de carácter transparente. Hay miradas taciturnas y las hay alegres, de odio y de amor, como las hay traidoras frente a las que son la puerta de la empatía. Mientras que existe una preocupación a la hora de enseñar a hablar, donde la interacción con la manera de escuchar es una constante, no sucede lo mismo con la acción de mirar. ¿Alguien ha tenido lecciones de ello? Solo en el dibujo o en la pintura la mirada recibe atención pedagógica siendo objeto de cuidada formación. El cine elevó la inquietud al respecto habida cuenta de su naturaleza. ¿Quién no puede recordar una, diez, cien miradas que siguen grabadas en la memoria cinéfila de cada uno? Sí, la de Orson Welles en El tercer hombre.

Ella miró su boca que deseaba como fruta madura, pero él no atendió al gesto. Nunca entendió que las palabras podían llegar a ser superfluas. Aferrado a una tradición racional expresiva despreció todo lo que no fuera verbalizado ignorando los matices con los que se construía el lenguaje no verbal. No se trataba solo de muecas, guiños o alharacas, también la vestimenta desempeñaba su papel, como el carmín en los labios. Ya no se diga de los olores que emanaban del cuerpo debidamente cultivado con un sinfín de cremas y de perfumes. Constituían marcadores que nunca tenía en cuenta a pesar de que de sobra sabía que muchos de los componentes del lenguaje, de la comunicación entre las personas, circulaban por ahí. Ahora se concentraba en sus ojos y en ese afán, al final, entendió lo que ella quería y él no podía darle.
Aquel individuo nunca miraba a la cara a sus interlocutores. Más que malicia la timidez gestionaba sus actos, pero para quien no sabía de su carácter su comportamiento era siempre tildado de atrabiliario. Por eso tenía muy poco éxito en todo lo que supusieran quehaceres en el marco de las relaciones públicas. Su prodigiosa memoria era sin duda un gran activo que lo ayudaba a mantenerse a flote en la empresa. Sin embargo, ese día la mujer lo imprecó de tal manera que no tuvo más remedio que centrar la vista en su rostro. Tras el furor de su expresión ocultaba una extraña dulzura que él descubrió de inmediato. Quizá fuera el tono grisáceo claro de unas pupilas dilatadas el causante de su sorpresa o a lo mejor se trataba del brillo que proyectaba una luz cegadora. Tras un instante mudo entendió el vacío de su vida y la imposibilidad de seguir en aquel empleo.

Su propensión a llevar gafas oscuras le había valido más de una crítica, sobre todo por su empeño en usarlas no solo en lugares cerrados sino también durante la noche. Una vez, un amigo le dijo que parecía un mafioso. En otra ocasión le preguntaron si tenía alguna lesión ocular. Sus amigos más íntimos sabían de su histrionismo y muy pocos conocían su propensión a la distracción que unos cristales de tal guisa ayudaban a ocultar. Realmente él era incapaz de dar una razón de aquella manía que había adquirido después de su divorcio pues nunca había usado gafas de ningún tipo. No obstante, un día cayó en la cuenta de que una de las más serias y últimas discusiones que tuvo con su pareja fue a raíz de la interpretación que ella hizo de una mirada distraída que había dirigido a otra mujer. Un gesto libidinoso inaceptable que no deseaba volver a ver, le dijo.
Bastó una rápida mirada de reprobación del hombre para que el niño se desmoronase. La furia estaba inserta en aquella onda que impactó en una escena en la que el silencio se había impuesto. Que no hubiese intención de agredir era lo de menos. La ausencia de palabras era supuestamente la garantía de la falta de violencia. Pero se trataba de un chispazo que había prendido y producido el fuego voraz que ahora consumía el aliento de la criatura deshecha en lágrimas. El momento quedó en suspenso, aunque no en el olvido porque los sucesos se concatenan. Por eso, más tarde, días después, ahora es el niño quien al despedirse mira al hombre. No hay prisa. La mirada es pausada, penetrante, a la vez que tímida. Esconde diferentes matices encubridores de emociones que mezclan el desamparo con la incomprensión, el susto con la incertidumbre. No quiero que te vayas. ¿Por qué te vas? Implora, sin pronunciar palabra alguna. Tampoco hay lágrimas. Solo la mirada incógnita de un niño. Su primera mirada.