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Reformas a Ley de Compras y Adquisiciones: Un parche blanco para no rendir cuentas.

Gobierno, entre la fachada de transparencia y los hoyos negros financieros.
Parche blanco sobre un pozo negro: el maquillaje financiero del nuevo El Salvador.
Por: Miguel A. Saavedra.
El estilo de gobierno en El Salvador, desde 2019, ha perfeccionado un arte: el de construir una apariencia de modernidad y agilidad mientras se teje un entramado de opacidad en la gestión de los fondos públicos. La reciente Reforma a la Ley de Compras y Adquisiciones del Estado, anunciada con bombos y platillos, pretende proyectar buena voluntad ante los organismos financieros internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), que exige mayor transparencia para desembolsar $3,500 millones en préstamos. Sin embargo, esta reforma no es más que un parche cosmético que busca disimular el oscuro manejo de las finanzas públicas, un punto blanco que no logra tapar el hoyo negro donde se esfuman miles de millones de dólares.

Parche blanco sobre un pozo negro: el maquillaje financiero del nuevo El Salvador.

El gobierno salvadoreño ha anunciado con fanfarrias más propias de un festival que de una república la flamante Reforma a la Ley de Compras y Adquisiciones del Estado. Un gesto que, presentado como muestra de transparencia, termina siendo más bien una estratagema para agradar al Fondo Monetario Internacional (FMI) y justificar su siguiente jugada: la solicitud de 3,500 millones de dólares en nuevos préstamos.

La reforma exige revelar los nombres, nacionalidades y porcentajes de participación de los accionistas de empresas proveedoras del Estado. Un avance, dirán algunos. Pero como suele suceder en estas tierras de contradicción, la letra pequeña contiene la trampa: los proyectos estratégicos los de miles de millones— quedan exentos de esa obligación. Es decir, los negocios grandes seguirán siendo secretos. Como quien tapa un socavón con plástico y luego aplaude su propia ingeniería.

Un guion que se repite
No es la primera vez que este gobierno reforma para no reformar. Ya en 2023 se aprobó un primer “ajuste” legal que dejó la puerta abierta a adjudicaciones a dedo, procedimientos exprés y opacidad bajo el disfraz de “modernización”. Hoy, lo que se presenta como un nuevo gesto de buena voluntad, es apenas otro maquillaje para satisfacer a los prestamistas internacionales, los mismos que exigen eficiencia financiera… pero no necesariamente justicia fiscal ni verdadera rendición de cuentas.

Y mientras se juega este teatro ante el FMI, las federaciones deportivas dirigidas por el hermano del presidente quedan liberadas de toda obligación de pasar por la Ley de Compras Públicas, con capacidad para hacer compras ilimitadas con tarjetas de crédito. ¿La excusa? Promover el deporte. ¿La realidad? Otro agujero más por donde se escapan los fondos públicos.

Transparencia selectiva: el nuevo estilo de gobernar
Es irónico, y profundamente revelador, que pedir rendición de cuentas sea tratado como un acto de traición o, peor aún, como una agenda opositora. Quienes cuestionan, se convierten en enemigos. Como si el Estado fuera una finca personal y no una institución colectiva.

Desde 2019, la narrativa oficial ha sido una combinación de show mediático y austeridad selectiva: no hay fondos para lámparas, baches ni programas sociales, pero sí hay millones para propaganda, conciertos patrióticos y megaproyectos sin fin. Proyectos que, además, se asignan a aliados cercanos del círculo presidencial, con el pretexto de ser “estratégicos”. ¿Reforma o simulacro?

Más que una ley reformada, lo que urge es una voluntad genuina de desmontar el modelo del camuflaje, donde cada modificación legal es una pieza más del rompecabezas que mantiene a salvo a los mismos de siempre. Si los prestamistas internacionales exigen transparencia para soltar el dinero, los ciudadanos deben exigirla como condición básica para mantener su dignidad.

Informar no es opcional. Rendir cuentas no es una cortesía. Es la piedra angular de un gobierno legítimo. Y hasta que no se destape el archivo de los contratos oscuros, los vínculos turbios y las adjudicaciones dirigidas, cada reforma no será más que otro parche blanco… sobre el mismo hoyo negro.

Del COVID al colapso institucional
El punto de partida del actual ecosistema de desvío fue la pandemia. Bajo la excusa de la emergencia, se suspendieron controles, se evaporaron procedimientos, y lo que quedó fue una estructura legal hecha a medida para evitar el escrutinio. La CICIES lo advirtió en su momento. Pero los hallazgos se enterraron con la misma facilidad con la que se disolvió esa instancia de control.

Hoy, organismos como la Superintendencia de Competencia, el Tribunal de Ética Gubernamental y la Corte de Cuentas están dormidos o amordazados. Y a nivel municipal, con la eliminación del FODES, se recortaron servicios básicos mientras los alcaldes se autoasignan sueldos y dietas tres veces mayores. ¿Quién fiscaliza eso? Nadie. Y esa es la idea.

El velo de los siete años
Uno de los símbolos más perfectos del nuevo modelo de gestión pública es la reserva automática de información por 7 años. Una cortina de humo legal que se impone incluso en los últimos rincones del país. Se gobierna bajo la lógica de “todo es secreto hasta nuevo aviso”. Pero ese aviso nunca llega.

Desmontar este laberinto de opacidad implica más que reformar una ley de compras: requiere voluntad política, independencia institucional y una ciudadanía dispuesta a exigir, no a aplaudir. Y, sobre todo, entender que la transparencia no es un favor. Es una obligación.

¿Hacia dónde va El Salvador?
Reconocer la necesidad de una ley que regule las compras públicas es apenas un primer paso, pero insuficiente si no se desmonta el ecosistema de opacidad que ha florecido desde 2019. Un verdadero gesto de dignidad hacia la población sería informar qué pasó con los miles de contratos adjudicados durante la pandemia, reactivar las instituciones contraloras y garantizar que los municipios rindan cuentas. Exigir transparencia no es ser opositor, como pretenden hacer creer los influencers oficialistas; es un derecho fundamental de una ciudadanía que merece saber adónde van los recursos de su país.

La reforma actual, con sus excepciones y limitaciones, no es más que otro capítulo en la lógica de un gobierno que prioriza la imagen internacional sobre la rendición de cuentas interna. Mientras los hoyos negros financieros sigan devorando los fondos públicos, los parches legislativos solo serán una fachada para seguir endeudando al país, dejando a las generaciones futuras con la carga de una deuda que no se traduce en bienestar.

Es hora de quitar el velo, encender la luz y enfrentar la verdad sobre cómo se gobierna El Salvador. Por eso el ciudadano entenderá porque la intención de anular a las Ongs que exigen rendición de cuentas y orientar a la población por dónde van los agujeros negros del dinero público.

Porque al final del día, el Estado no es una empresa personal, ni otra de sus fincas, casas lujosas ni terrenos en la playa. La gestión pública es manejada como una cuenta bancaria privada o una wallet de Bitcoin. Y mientras sigamos premiando el espectáculo por encima del contenido, seguiremos creyendo que un punto blanco puede tapar un hoyo negro.

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