A ochenta años de la victoria sobre la Alemania nazi. El héroe colectivo

Por Elina Malamud*

Más de una vez le he contado, abrumado lector, cómo en la incierta quietud de la madrugada, cuando el ronroneo de un auto trasnochado que dobla la esquina, o la irrupción de un pensamiento insidioso salido de lo hondo de la no conciencia, se impone al sueño y lo espanta, la mente intranquila se me pone a modelar argamasas, con recuerdos que voy atrapando de entre un baile desordenado, pero a los que un hilo desconocido entreteje con relaciones sorpresivas. Montada en el rayo de luz de un farol abusivo que se filtra desde la calle, me he recordado caminando por una calle de Moscú, hace incontables años. Todavía era mayo, como ahora, y por toda la ciudad se leía ПОБЕДА – PABIEDA, VICTORIA, porque cada 9 de mayo se celebra en toda Rusia la victoria sobre el nazismo y el principio del fin de la Segunda Guerra Mundial. En todas las vidrieras colgaban cintas a rayas naranjas y negras y, como yo las veía por primera vez, desplegué todas las artimañas de mi ruso básico para entender qué representaban y finalmente dar con una mercería donde comprar unos metros para llevarme a casa.

La vendedora me miraba un tanto suspensa, entre impaciente y curiosa, mientras yo trasegaba mi diccionario de bolsillo para decir cinta, naranja y a rayas en la lengua de los rusos. Se juntaron un enjambre de empleadas que me traían cintas de todas las anchuras y de todos los colores. Me miraban con un deseo atragantado de entender lo que yo quería. Hasta que a una de ellas se le encendió una lucecita de contexto temporal y gritó entusiasmada: ¡Ahhhh! ¡Georgui! ¡Sviatoy Georgui! El que usted, ilustrado lector, conoce como San Jorge, el del dragón.

Con un cierto desparpajo cariñoso tratan en el este de Europa a sus santos, cuando los nombran en las afueras de la iglesia. San Jorge ha sido venerado en Rusia desde la Edad Media, ejerce como patrono de Moscú, señorea y reluce en las condecoraciones militares desde los tiempos de los zares y se extiende a los civiles que se arriesgaron por el prójimo durante ese hecho estremecedor del pasado cercano que ellos llaman la Gran Guerra Patria. A lo largo de sus andanzas desde su Capadocia natal hasta su martirio y decapitación por órdenes de Diocleciano, San Jorge ha sido caballero de dragones, serpientes y borgoñas, siempre ensartando, con su arma noble, esos símbolos de la maldad, que se desangra a sus pies, los que encarnen todos los oprobios que jalonaron los conceptos morales a lo largo de la Historia: la idolatría negadora del dios auténtico, el paganismo desconocedor de la verdad revelada, la pulsión satánica de la tentación, el insulto empelucado a periodistas y políticos y la cruz esvástica que se arrastra, impúdica, verdosa y nazifascista ante el arcabuz del soldado rojo, así como aparece en la antigua cartelería soviética de los años cuarenta del siglo pasado.

A comienzos del verano de 1941, el abuelo de mi amiga Natasha iba camino a su destino en Stalingrado, con su familia y su flamante diploma de ingeniero, cuando los sorprendió el tronar de las bombas de la más o menos inesperada operación Barbarroja, con la que Hitler desconoció aquel pacto que Ribbentrop le había firmado a Molotov. Aturdidos por las iridiscencias de las explosiones que recorrían un cielo de retumbos, nada más alcanzaron a hacer que amucharse muy abrazados al abrigo de un roble y cobijarse bajo el colchón más espeso que desagregaron de entre los enseres que transportaban en el camión de la mudanza. Los ojos de Natasha se agrandan y se asombran y se espantan de la misma manera, cada vez que evoca y repite para mí los relatos escuchados en su infancia de niña rusa, infancia que cuenta, como todo el pueblo ruso, las varias sillas vacías dejadas por la guerra, a la hora de reunirse alrededor la mesa familiar. Dibujo esta escena con mis palabras insuficientes para contar que el cambio de planes de Stalin, ante el avance del ejército alemán, reubicó a este hoy recordado abuelo en los Urales, así como otros fueron enviados más al este aún, a Siberia o al Asia Central, hacia donde, ya en julio de ese mismo año, comenzó el traslado de las industrias soviéticas. Más de mil quinientas fábricas del occidente de Rusia, desde Moscú, Leningrado o el Dombas fueron desmontadas y trasladadas para que no fueran apropiadas y no sirvieran al avance del ejército alemán. Millones de ciudadanos y ciudadanas, como el abuelo de esta nota, fueron evacuados hacia esa retaguardia esteña para volver a montar las plantas industriales en pocos meses y emprender inmediatamente la fundición de acero y aluminio, la fabricación de motores diesel, de tractores, de armamento, de tanques, de aviones, cosas de características que yo, en mi ignorancia bélica, jamás le podría describir, apabullado lector. Solo estoy robando historias mínimas porque nimios hechos cotidianos, sucedidos bajo un colchón, son el sustrato escondido de hazañas extraordinarias.

Una vez que el escritor y periodista Ilia Ehrenburg estuvo de visita en Leningrado, una niña se acercó a mostrarle el diario que había escrito durante los 872 días que duró el sitio a la ciudad. Entre los tantos gramos de pan, las marcas gélidas y los muertos de cada día, anotaba sus noches con “Anna Karénina” o con “Madame Bovary”. ¿Cómo es que leías durante la noche, si no tenías luz?, le preguntó Ehrenburg. Es que por las noches recordaba los libros que había leído antes de la guerra. Eso me ayudó a luchar contra la muerte.

Mientras el rostro transparente de la niña de Leningrado avanza por mi propio insomnio, adornado con la cinta de San Jorge, los abuelos de las Natashas forjaban los insumos con que la batalla de Stalingrado y luego la de Kursk dieron vuelta el camino de la Segunda Guerra y, por qué no, el futuro humano, el mío y el suyo, apreciado lector, pues tal vez seamos inciertos sobrevivientes de lo que pudo haber sido y no fue. Fue a partir de la rendición del general Paulus en Stalingrado y la pertinaz, irreductible e intransigente marcha del Ejército Rojo camino a Berlín, que el segundo frente, tan remolón, despertó el Día D, en las orillas del Atlántico, quizá tan interesado en acabar con la barbarie nazi como en desplegar una barrera que detuviera el avance irrefrenable del Ejército Rojo, con su hoz y su martillo, hacia el occidente, más allá de Berlín.

Y como celebrar es recordar, entre el 8 y el 10 de mayo de este año 2025, en honor a la celebración de la victoria sobre el nazismo, se devolverá temporalmente, por solo esos tres días, a las ciudades de San Petersburgo y Volgogrado, los nombres históricos que tenían en los tiempos de la Segunda Guerra, Leningrado y Stalingrado respectivamente. Sus sonoridades antiguas, que se constituyeron, en aquel tiempo, en el aleph de las entrañas estrujadas por el dolor y el hambre, por la falta de cobijo, por el desconcierto, la mutilación, la pérdida del prójimo o la simple muerte en el encierro de un galpón incendiado, traen al presente los cincuenta y muchos millones de muertos en esa guerra y a los veinticasitreinta millones de soviéticos, entre los cuales dedico a mi tío, el teniente de morteros Karl Levín, una bella flor y varios insomnios en los que imagino qué verdor de los bosques de Bielorrusia miraban sus ojos cuando se estaba muriendo. Y pienso que las cenizas voladoras del fascismo se cuelan en el andar de los vientos, así que hemos de estar alertas para que no se nos esparzan en borrascas imprevistas.

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