Torna a sorrento (In memoriam Comandante Jeremías)

Alguna noche fresca del otoño salvadoreño que se llama verano, cuando las escuelas están a punto de cerrar sus puertas, las familias se engalanan para festejar al que termina su niñez y comienza la adolescencia al tiempo que recibe su certificado de fin de la educación primaria.

Por: Toño Nerio

En 1967 me tocó estar ahí, arriba del escenario, a un lado de la cancha de basquetbol de la Escuela Parroquial “San Francisco”. Éramos los festejados. Los que íbamos a emocionarnos cuando escucháramos a nuestra escuela entera cantar Las Golondrinas, la del inmortal alvaradense, veracruzano, Narciso Serradell Sevilla.

Cuál no sería la sorpresa cuando los niños de quinto entraron en fila, se formaron de frente a nosotros y nos cantaron “Ya la mar está tranquila, riza el céfiro las olas, canta alegres barcarolas en su barca el pescador…”. Nuestras mamás, las de sexto y las de quinto, lloraban de emoción al escuchar “Hijo mío, ven, no seas mi tormento, torna a Sorrento, ¡hazme feliz!”

La función iba de sorpresa en sorpresa, a cual más espectacular. No recuerdo quien, pero sí que no fue la directora, la que nos anunció que aquella era la última clausura que iba a presidir la monjita que todavía esa noche administraba “la parroquial”, nuestra segunda casa en la vida: ¡la madre se nos casa!, cayó como una bomba. Se hizo un silencio raro para nosotros los niños. Después se oyeron aplausos, algún silbido, alguien que gritaba “¡Felicidades, Sor!” o la voz curiosa que preguntaba “¿Quién es el novio?” y otro que le respondía como con voz dudosa con otra pregunta “¿No será el Padre Carlos, verdad?”

Al salir hubo quienes silbaban la melodía de “Oh, Sole mío”, porque aunque sin la presencia ni el permiso de Caruso, sin Gianbattista y su hermano Ernesto, sin Cottrau, la noche se puso napolitana hasta el “Funiculí, Funiculá” y “Santa Lucía”.

Mi abuelo Toño felicitaba al negrito de diez años, que había cantado a todo pulmón desde la mitad de la fila de los de quinto. Mi abuela Fide le daba en secreto algún billete como premio a su pequeño cantante.

Nadie en aquel auditorio emocionado, alegre, sonriente, imaginaba lo que traería el destino a las vidas de los que estaban ahí reunidos.

No obstante, aquel año en El Salvador estaban ocurriendo cosas que iban a determinar de modo irrefrenable los acontecimientos de las siguientes décadas. Y, fatalmente, los de las familias de millones de personas.

La Huelga General Progresiva Obrera, del último abril, que había ocupado las pláticas inusitadamente agrias en la casa tan acostumbrada a las discusiones políticas, rompió una línea de continuidad que hasta aquel año parecía invariable.

Las creencias que se asentaron en la familia desde el derrocamiento de la dictadura del General Maximiliano Hernández Martínez y que se ahondaron con la “revolución controlada”, del Coronel Oscar Osorio, y se consolidaron con la irrupción del Partido de Conciliación Nacional, de repente, en cuestión de días, se hicieron añicos. Y la familia quedo partida en dos pedazos amables pero recelosos.

La oligarquía y el proyecto que en su nombre administraban los militares comenzó a hacer agua debido a la intransigencia de una clase trabajadora que acababa de descubrir la fortaleza que les proporcionaba la acción conjunta enfilada hacia un objetivo concreto y único.

Los reclamos eminentemente gremiales de la clase trabajadora alcanzaron el éxito cuando en octubre de 1966 lograron legalizar la jornada laboral de 8 horas. Los meses siguientes las luchas por otras reivindicaciones consiguieron conjugar las fuerzas de los trabajadores del transporte por un significativo aumento salarial, lanzando su huelga general -el 17 de enero de 1967- que paulatinamente paralizó los buses, taxis y camiones de todo el país y en tres días logró aumentos de 50 y 100 por ciento en los salarios.

Las tradicionales directivas sindicales, acostumbradas a entregar al movimiento obrero a cambio de unas migajas, estaban desconcertadas ante la desobediencia de las bases que se iban a la huelga sin pedirles permiso.

Las huelgas de la fábrica Minerva y de la textil más grande de aquel tiempo, Industrias Unidas S.A. (IUSA), con una plantilla de mil 800 –principalmente mujeres-, presentaron una modalidad no conocida hasta entonces, no solo por su orden y disciplina, sino por la presencia de las “CG” –las comisiones de garroteros y garroteras- que estaban de día y de noche cuidando las instalaciones de sus centros de trabajo para impedir sabotajes de la patronal y para evitar el ingreso de esquiroles rompehuelgas.

Obreros y obreras, docentes, estudiantes, hasta las vendedoras de los mercados hacían colectas para alimentar no únicamente a los huelguistas sino también a sus familias. Solidaridad fue la otra característica que nació espontáneamente.

La huelga estaba poco a poco convirtiéndose en una escuela de lucha que permeaba a toda la clase trabajadora, educándola para batallas aún mayores: las batallas políticas de esencia proletaria y hegemonía obrera.

La oligarquía estaba cada día más horrorizada, se sentía cada vez más acorralada por los mismos que siempre había mirado con desprecio y ya entonces se le plantaban de frente y le hablaban de derechos conquistados que a partir de entonces tendría que respetar.

Sin embargo, en un arranque intransigente de los oligarcas contra los 260 obreros fabriles de Aceros S.A. de C.V., estos se encontraron con el rechazo absoluto y el desprecio de Antonio y Mauricio Borgonovo, los dueños que se negaron a sentarse a dialogar. Querían dejar claro que ya no iban a dejarse presionar y que no darían ni una concesión al enemigo de clase. Pintaron su raya.

El 6 de abril estalló la huelga de los obreros acereros, sin darle aviso a la federación sindical que sabían bien que los iba a entregar a la patronal.

Es que no estaban pidiendo nada del otro mundo, solamente un aumento salarial. De hecho, casi todos aquellos obreros devengaban 2 colones con 40 centavos diarios (USD 0.90 céntimos), de los cuales gastaban 60 centavos diarios solamente por concepto de transporte, con lo cual su salario se reducía a 1 colón con 80 centavos diarios. ¡Apenas el 72% del salario de un peón agrícola, que era teóricamente el peor pagado!

El 12 de abril un representante del Ministerio del Trabajo se plantó frente a la entrada de la fábrica rodeada de policías para leer la Resolución con la que el gobierno de la República de El Salvador, 1. Desconocía la huelga, 2. Ordenaba el regreso de los obreros a sus puestos de trabajo y 3. Amenazaba con el despido inmediato a quienes se negaran a acatar disposiciones.

Ante tal situación, los 260 huelguistas, solitos y sin líderes perfumados, convocaron a Asamblea General de trabajadores de la fábrica y con justa indignación acordaron continuar la huelga “hasta morir o triunfar”.

La patronal y sus empleados de los poderes del estado querían dar un escarmiento a la clase obrera y erradicar el derecho de huelga… Pero los obreros ya no estaban solos.

Ante la cerrazón de la patronal, las dos principales confederaciones obreras del país, pusieron a un lado sus profundas diferencias y acordaron acompañar a los huelguistas de Aceros S.A.: “ante la unidad de la oligarquía y el gobierno, la unidad del movimiento sindical”, fue la consigna.

En efecto, el 13 de abril, la Federación Unitaria Sindical Salvadoreña (FUSS) –de inspiración comunista- y la progubernamental Confederación General de Sindicatos (CGS), se presentaron frente a la fábrica para comunicarles a los obreros la decisión de ir con ellos hasta el fin. La CGS, en realidad, se había visto obligada a adoptar esa posición debido a la presión de todos los trabajadores afiliados a los sindicatos que la conformaban, pues habían amenazado con desafiliarse y pasarse a la FUSS si dejaban solos a los obreros del acero.

Ambas centrales iniciaron sus acciones conjuntas a través de dos concentraciones: la primera el viernes 14 de abril en San Salvador y la segunda en Zacatecoluca, cerca de la fábrica, el domingo 16, en las que dieron a conocer que, a partir del lunes 17, comenzaría una Huelga General Obrera Progresiva que iba a abarcar todo el país, hasta paralizarlo por completo y derrotar a la oligarquía.

“¡A LA FÁBRICA DE ACERO!” fue el grito que despertó a los habitantes de las principales ciudades de Santa Ana, San Miguel, San Salvador, La Unión, Acajutla, cuando a las 6 de la mañana del aquel día lunes trabajadores de todo el país salieron en la Marcha de la Solidaridad con los obreros del acero, para reunirse en los alrededores de la fábrica en huelga.

Aquella mística proletaria era el espíritu que empezaba a contagiar al resto de la sociedad.

En el interior de la fábrica algo como una corriente eléctrica estremeció de la emoción a los obreros curtidos de la fundición cuando, en medio del ruido estridente y ensordecedor de las bocinas de los buses, camiones, carros y motos entendieron que una multitud se acercaba cantando “Somos los de la FUSS que venimos a apoyar, la Huelga del Acero que tiene que triunfar”.

Ante tal situación, los efectivos de la Guardia Nacional fueron reforzados con más hombres y armamento para asaltar a los huelguistas… Pero al ver la multitud no se atrevieron.

Las dos tropas, la del gobierno y la de los obreros, estaban frente a frente, sin dar un paso atrás cuando un vehículo del Ministerio de Trabajo llegó hasta donde estaban los guardias, observó la situación, habló con los oficiales al mando de los guardias, y se fue de regreso para San Salvador, sin leer ninguna nueva resolución ni proferir ninguna amenaza.

Los trabajadores de Aceros S.A. de C.V. ya tenían más de un mes de no recibir ni un pago de su salario, porque la patronal se negó a pagarles desde que hicieron su primera exigencia de aumento, semanas antes de irse a la huelga.

Aquella semana transcurrió entre las maniobras dilatorias del gobierno y las traicioneras intenciones de los dirigentes sindicales oficialistas que buscaban romper la unidad de los obreros, pero esta resistía porque estaba forjada desde las bases y no desde la cúpula.

La oligarquía suponía que alargando las pláticas del presidente de la Republica con el Comité de Huelga iba a vencer por hambre a los trabajadores huelguistas y estos acabarían dando por terminada su huelga. Sin los principales interesados, el Comité de Huelga perdía toda la razón de su existencia.

Mientras tanto los sindicatos fueron afinando su plan de huelga general progresiva y haciendo la programación para que diariamente se fueran incorporando los sindicatos de manera ordenada. El inicio se pactó para las cero horas del lunes 24 de abril, pero en consideración de los ajustes que eran necesarios por razones logísticas vitales, se postergó por veinticuatro horas, para comenzar al minuto uno del martes 25 de abril.

Al primer minuto del 25 se paralizaron en todo el país los ferrocarriles de la empresa norteamericana IRCA y en el oriente de El Salvador se paralizó el puerto de Cutuco de la United Fruit Co., en La Unión, en donde cuatro barcos quedaron sin descargar. En el puerto de Acajutla los sindicalistas de la CGS, vendidos y cobardes, no se unieron.

A las tres de la mañana un segundo contingente de sindicatos entraron en la huelga general: todos los panaderos, los de las panaderías pequeñas y los de las fábricas grandes se sumaron a la huelga. Aquella mañana no hubo pan francés en ninguna mesa en todo el país.

A las 8 de la mañana los trabajadores del Aseo Público pararon sus escobas y sus camiones, dejando la basura ahí donde los alcanzó la huelga.

Los turistas que estaban alojados en el Hotel El Salvador Intercontinental, que era el más lujoso del país, se quedaron sin sus desayunos y sin ningún otro servicio; en su lugar se vio que todos los trabajadores traían garrotes. Lo mismo vivieron los turistas del segundo más importante hotel del país, el Gran Hotel San Salvador. En el Círculo Deportivo Internacional, lugar preferido de los niños ricos, el paisaje era similar, en lugar de recogebolas de tenis había también CG, comités de garroteros, armados con palos.

A lo largo de las horas se fue ampliando el ejército de los huelguistas, pues también todos los trabajadores de la construcción dejaron sus palas, carretillas y cucharas cargadas con mezcla en las obras grandes y pequeñas.

A las doce de la noche, en el primer día de la Huelga General Progresiva Obrera, diez mil obreros ya estaban en pie de lucha con sus garrotes en ristre.

El entusiasmo por la certeza de que la victoria estaba al alcance de la mano enardecía a los que estaban en la lista para entrar a la batalla el día siguiente. Y los que todavía no tenían fecha, exigían que se les diera día y hora para incorporarse.

Semejante situación de emergencia, que no había podido evitar ni detener cuando ya estaba en marcha, obligó al propio presidente de la República a hacer mutis y dejar en su lugar a un representante suyo para dialogar con los huelguistas. Total, él ya estaba de salida.

La Junta Directiva de los dueños de Aceros S.A., por su parte, ofreció algunas mejoras salariales –ridículas- que fueron rechazadas por los huelguistas… y agregaban una lista de 50 trabajadores que iban a despedir porque eran revoltosos. O sea, la bestia oligárquica estaba fuera de sí. Va a negociar, pero no suelta el cuchillo con el que piensa degollar al enemigo.

A las cero horas del segundo día los trabajadores de las embotelladoras de bebidas carbonatadas, agua y cerveza, los trabajadores de la fábrica de Aceites El Dorado, todas las salas de cine se sumaron al enfrentamiento.

Al final de ese segundo día, 22 mil trabajadores –y sumando- estaban armados con sus respectivos garrotes.

Los trabajadores que todavía no estaban en huelga no quitaban la vista de las agujas de los relojes. Entrar en combate ya era para todos una cuestión de honor, así: de honor. Hasta los que antes se pensaba que eran “frívolos”, exigían su puesto en la batalla porque nadie quería quedarse al margen de aquel movimiento único, histórico, de la clase trabajadora.

A las ocho de la mañana del viernes eran 35 mil. Apenas tres días desde el inicio y ya la patronal anunciaba que capitulaba. A esa hora, el Comando de Huelga, encabezado por el sindicalista panificador y Secretario General del Partido Comunista, Salvador Cayetano Carpio, daba la orden de parar el ingreso de nuevas industrias a la huelga.

Toda esta semana, a la hora de la cena, las conversaciones en la casa no versaban sobre nada más que sobre la huelga. La emoción de nuestro padre, que entró a la huelga entusiasta y muy orgulloso al mediodía de la segunda jornada, embargaba nuestras mentes infantiles, pero encontraba el rechazo de otros miembros de la familia que estaban del lado del gobierno.

En esa escuela que es la vida los niños comenzábamos a notar que hay clases sociales e intereses de clase, y que nosotros estábamos en una de ellas. En la de abajo. En la de los que siempre habían sido derrotados y ahora estaban venciendo.

Un tema diferente, pero enfilado en la misma dirección había aparecido también –ya a fines del 67- como tema de las conversaciones más ríspidas: el de la necesidad o no de la lucha armada. La muerte del Che en Bolivia había sido el detonante.

El año siguiente las huelgas nos llegaron hasta las aulas. Muy temprano en su vida legal como gremio, la Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños (ANDES 21 de Junio), que apenas acababa de conseguir la legalización de sus Estatutos, se lanzó a la primera batalla de gran magnitud. Después de 58 días de huelga, otra vez la clase trabajadora venció, gracias a su tesón inclaudicable, a su disciplina y a su decisión de ir hasta la victoria sin temor y a la enorme solidaridad y comprensión de todas las familias de sus estudiantes que perdieron dos meses de clases, pero aprendieron de dignidad y lucha.

Diariamente aquellos docentes nos explicaban y a nuestras familias las razones de su lucha y la importancia de que les entregáramos nuestra confianza y nuestro apoyo, pues era por el bien de todos contar con profesores mejor preparados, con el material de apoyo necesario, programas permanentes de actualización y con mejores prestaciones laborales y un hospital para el sector magisterial.

Al final de la huelga, bajo la dirección de la profesora Mélida Anaya Montes, la futura Comandante Ana María, el sindicato de maestros se había bautizado y fortalecido en el fragor de la lucha. Era, de hecho, desde entonces el sindicato más grande y poderoso de todo el país.

Un compañerito de Roger, de sexto grado de la escuela, que se llamaba Toño Evangelista y pasaba cada tarde por la casa avisando que ya iba para “la cancha” –un predio baldío- un día de vacaciones de fin de año dejó de ir a jugar fut. Había logrado que lo aceptaran en un trabajo y ya no tenía tiempo para juegos de niños: quería comprar su propia cama, porque sus hermanos menores ya estaban creciendo y no cabían los tres en la cama semi matrimonial, o sea, mediana.

Dos días antes de la nochebuena, regresábamos a casa con mi mamá de hacer unas compras cuando, desde la parada de buses distinguimos la figura de mi hermano. Estaba sentado en la acera y al llegar cerca vimos que seguía sentado mirándonos mientras lloraba. Aquel llanto era de dolor. Lo interrogamos ¿Qué te pasó? ¿Qué te hicieron? Y solo dijo “¡Se murió Toño! ¡Se murió Toño!” ¿Cómo, cual Toño? –le preguntamos- “¡Evangelista! ¡Toño Evangelista!”

Cuando pudo hacerlo nos contó que, temprano en la tarde, Toño había pasado por la casa para que lo acompañáramos a su trabajo, porque le iban a pagar lo que se había ganado para comprar su cama. El negro le dijo que no podía, porque estaba solo en la casa. Y el amiguito se fue, muy contento.

Un rato después se escucharon las explosiones. De la cohetería clandestina donde Toño estuvo trabajando solo quedaron las brasas y los pedazos de cuerpos humanos. A Toño lo reconocieron porque los dientes de su calavera eran inconfundibles de tan parejitos. Ese niño tenía once anitos tan solo. El día de la navidad fue el día de su entierro. La cama por la que trabajó en sus vacaciones se transformó en su ataúd.

Éramos niños aun, pero ya nos preguntábamos cosas tan grandes como el sentido de la vida, la pobreza y la justicia. Y, a todo esto, ¿Dónde queda dios en esa cuestión, y donde la famosa justicia divina? ¿O será que dios trabaja solo para los que tienen dinero?

Al año siguiente fue la guerra fratricida contra Honduras. El propietario y director del colegio secundario en que estudiábamos, Don Fernando Serrano López, era de origen hondureño. El y su esposa eran nuestros maestros y, junto con sus hijos, nuestros vecinos y  amigos. ¿Debíamos odiarlos?

En la escuela, los profesores afiliados a ANDES 21 de Junio nos explicaban que era una guerra entre burgueses -la gente rica de los dos países-, pero que mandaban a los pobres soldaditos campesinos a matarse entre ellos. Y que siempre había sido así, los menos favorecidos por la vida, como nosotros, íbamos a las guerras a matar a otros pobres para que los ricos se hicieran más ricos.

Pero hasta los comunistas apoyaban esa guerra. La inmensa mayoría de los comunistas, menos su Secretario General y otros obreros. A los comunistas ya se les había olvidado que esos militares a los que tanto apoyaban eran los mismos que unos meses atrás habían desollado vivos a los dirigentes sindicales que habían apoyado la huelga de 58 días del magisterio.

En nuestras mentes de niños estaba claro que había unos comunistas que apoyaban a los ricos y comunistas que luchaban junto a la gente de nuestra clase.

De nuevo llegaron las vacaciones de fin de año y a Roger lo invitaron nuestros tíos a pasarlas en Nicaragua (no querían que estuviéramos en casa cuando se separaran nuestros progenitores). A mí no me llevaron porque “tenía que ir a las olimpiadas”, o sea, reponer una materia que había reprobado.

En esas vacaciones los primos nicaragüenses le hablaron de Julio Buitrago y de su muerte en combate contra trescientos guardias nacionales, tanques, aviones y hasta helicópteros. Cuando regresó y me contó aquella historia estaba transfigurado. Ya quería ser guerrillero, como Julio, como el Che. Apenas tenía doce anitos, le faltaba un mes para los trece.

Al año siguiente nació la guerrilla en El Salvador. Ese año mi hermano ingresó al Instituto Nacional. Ese riguroso -pero el más prestigioso- centro de estudios al que solo entraban los mejores y del que solo salían los mejores de entre los mejores. La escuela de educación media que había formado a nuestros tíos.

No sabía nadie, ni el propio negrito, que ahí, justamente entre esos profesores y esos alumnos iban a aparecer sus primeros guías para incorporarse a la lucha armada.

Cuando ingresó a la Universidad de El Salvador, todavía no sabía que esa era apenas una antesala de la clandestinidad. Y que su nuevo nombre, “Jeremías”, lo esperaba en el rótulo de un taller de enderezado y pintura frente a la casa de seguridad en la que se encontraba cuando su responsable político militar le preguntó de repente “¿Y, bueno, compañero, usted qué nombre ha escogido como seudónimo, ahora que ya es miembro de la organización?”

“La verdad –me contó veinte años después, cuando volvimos a vernos y le pregunté- es que cuando aquel compa me dijo que cual era el nombre que había escogido, me dio pena decirle que no lo sabía. Pero por la ventana se alcanzaba a leer un rótulo que decía Taller Jeremías, enderezado y pintura.” Y le respondí sereno, como quien sabe muy bien por qué ha seleccionado el que va a ser su identidad en su verdadera nueva  personalidad: Jeremías, el mismo nombre que llevó por medio siglo y para siempre.

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