Ética en tiempos de pandemia

[dropcap]L[/dropcap]a cuestión ética fundamental que plantea la pandemia tiene que ver con el valor de la vida humana. Para el capitalismo, su valor es cero, a menos que esté revestida de aderezos con valor de mercado y robustecida por bienes patrimoniales y financieros.

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La pandemia causada por el coronavirus ha nivelado a la humanidad. Y ha suscitado serias cuestiones éticas. No hace distinciones de clase, como la anemia y el raquitismo, que son resultado del hambre; o de género, como las enfermedades de la próstata.

Ahora se trata de enfrentar a un enemigo invisible que exige una urgente movilización global para detener su avance. Y es en momentos de crisis como este que se revelan las personas.

La cuestión ética fundamental que plantea la pandemia tiene que ver con el valor de la vida humana. Para el capitalismo, su valor es cero, a menos que esté revestida de aderezos con valor de mercado y robustecida por bienes patrimoniales y financieros. Prueba de ello es el desastre humano en nuestras ciudades, cuyas calles se llenan de personas miserables que sobreviven de la caridad ajena. No tienen ningún valor y, al cruzarse con ellas, muchos evitan aproximarse, recelando mal olor o asedio.

Supongamos que alguno de ellos gane una fortuna en la lotería y poco después aparezca a bordo de un reluciente Mercedes Benz. Inmediatamente comenzará a tener valor social y a ser reverenciado por el respeto y la envidia de quien lo observa. Por tanto, ese es el nivel antiético al que nos conduce el sistema capitalista: valemos por lo que portamos y no por el simple hecho de ser humanos.

Ahora el espectro de la muerte nos nivela. La devastación letal provocada ocupa prácticamente todos los noticieros. Todos nos vemos obligados a redimensionar nuestros criterios, valores y hábitos. Hasta las naciones más ricas descubren que el dinero no es suficiente para evitar la pandemia. Solo la ciencia es capaz de detenerla, pero andaba muy ocupada en descubrir, en los laboratorios, cómo aumentar las ganancias de las empresas farmacéuticas, mientras faltaban recursos para combatir el hambre y el calentamiento global.

Italia nos mostró que la pandemia plantea serios dilemas éticos. Los médicos y los enfermeros tuvieron que optar entre uno u otro paciente, debido a la falta de recursos suficientes. Y nuestros parientes y amigos infectados deben padecer solos en los hospitales, sin que podamos consolarlos, excepto por el celular cuando todavía no se han acoplado al respirador.

A los fallecidos no tenemos derecho a llorarlos en el velorio y ni siquiera a cumplir sus últimos deseos, como ser enterrados o cremados. Como si fueran seres anónimos, son eliminados como ocurría en la Edad Media con los infectados por la peste. Están privados de rituales fúnebres. Así, la covid-19 les roba la dignidad. Y nos hiere, al obligarnos a permanecer apartados de quienes nos son más próximos. Es una muerte triple: la individual, del paciente; la familiar, de los ausentes; la social, causada por la prohibición de velorio, entierro y culto religioso.

Otra dimensión ética suscitada por la pandemia es el conflicto entre solidaridad y competitividad. Todos conocemos gestos meritorios de solidaridad encaminados a aliviar nuestro aislamiento y favorecer el socorro a las víctimas, como el de la joven del apartamento 404 que le prepara la comida todos los días a la anciana del 302, obligada a pasarse sin la cocinera; el del empresario que distribuye comidas a las personas en situación de calle de su vecindad; el del universitario que se presentó como voluntario en un hospital, dispuesto a cargar camillas o bañar enfermos. O como el bombero carioca Elielson dos Santos, quien, desde lo alto de la escalera de su carro, les regala la música de su trompeta a los habitantes de Río.

Hay que resaltar también la solidaridad de los países que enviaron recursos a otros pueblos, especialmente Cuba, que envió centenares de médicos para reforzar la atención en Italia, Andorra, Togo, Perú y muchos otros países.

Pero ha hablado más alto la competitividad, valor supremo del capitalismo. El chino Jack Ma, fundador de la plataforma de ventas online Alibaba y uno de los hombres más ricos del mundo, ofreció gratuitamente kits de pruebas para diagnosticar la covid-19 y respiradores a 50 países, entre ellos Cuba. Pero la transportadora aérea era de bandera usamericana, y la Casa Blanca, desprovista del más mínimo sentido humanitario, se valió del genocida bloqueo impuesto a la isla del Caribe para impedir que la carga llegara a su destino.

En nombre de caprichos políticos se sacrifica la vida de naciones. Algo semejante ocurrió con el gobierno de Bahía, que compró equipos de China por valor de 42 millones de reales. Al pasar el navío que los transportaba por Estados Unidos, el Gobierno de la nación imperial se apropió del cargamento.

Las implicaciones éticas suscitadas por la pandemia se asemejan a las de situaciones de guerra. El gobierno Bolsonaro, monitoreado por el fmi, había aplicado en Brasil un riguroso ajuste fiscal coronado por el techo de gastos y los intereses elevados. Desde su toma de posesión, alegaba no tener dinero y verse precisado a promover reformas, como la de la seguridad social, para ahorrar recursos.

El dinero nunca falta cuando se trata de pagar los intereses de la deuda pública y saciar el voraz apetito de los bancos. Desde que asumió el Ministerio de Economía, Guedes transfirió a los bancos 433 000 millones de reales, dinero del pueblo sustraído a la educación, la salud, el saneamiento público, etc. ¿Qué vale más, el lucro de los bancos o la vida de millones de brasileños?

El combate a la pandemia exigió medidas urgentes, y, como por milagro, ¡aparecieron 1,3 billones de reales! Recursos hay, lo que no hay es voluntad política de quien calificó la pandemia de «gripecita» y ha demostrado que no le importan las muertes en proporciones geométricas.

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