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No todo el que piensa ilumina; algunos solo buscan una oficina con vista al poder.

El club del pensamiento rentable: intelectuales por conveniencia y otros disfraces del ego»
Por: Miguel A. Saavedra.
¿Quién diablos decide quién es un intelectual?
A propósito de ciertos grupos que, aunque tienen legítimo derecho a ser reconocidos como intelectuales, conviene preguntar: ¿bajo qué criterios, con qué performance y a costa de qué tipo de reconocimiento se postulan como tales? Porque una cosa es pensar desde la urgencia de una época, con el cuerpo en el barro y la mente abierta al conflicto, y otra muy distinta es disfrazarse de faro solo para iluminarse a uno mismo.
¿El currículum? ¿La televisión pública? ¿El aplauso universitario? ¿El número de followers? ¿O simplemente esa capacidad tan refinada de hablar difícil y no decir nada?
En ese juego de luces ególatras, muchos no pasan de ser candiles que arden con combustible tóxico que brillan poco, contaminan mucho y se apagan sin dejar más que humo. No todo el que cita a Kant ha entendido el barro de su barrio, ni todo el que opina merece tribuna, «algunos solo buscan sumar puntos, para que el poder les guiñe el ojo y los invite al cóctel del prestigio.»
La razón domesticada: cuando opinar es parte del salario emocional
En tiempos donde el “ser” se alquila por hora y el “parecer” se vende en cuotas, el título de “intelectual” se ha convertido en un disfraz que se usa con más frecuencia que criterio. Basta con sentarse derecho, hablar en tono grave y citar a Foucault o a Galeano (aunque no se hayan leído del todo). Así, el ego infla como globo de feria: colorido, visible… y peligrosamente frágil.
Pero hay una diferencia vital entre el que piensa para iluminar y el que piensa para adornar.
El primero arriesga. La segunda adula.
El primero incomoda al poder. El segundo lo masajea.
El primero pone el cuerpo y la palabra. El segundo, solo la firma.
Intelectuales por contrato: del pensamiento crítico al marketing de la conciencia
Algunos construyen pensamiento como quien construye refugios en medio de tormentas: con materiales ásperos, con urgencia, con una ética artesanal. Otros, en cambio, fabrican castillos teóricos con aire acondicionado epistemológico, donde todo suena bien pero no cambia nada. Son como esos algodones de azúcar de feria vistosos, sí, pero te dejan con hambre y sed después.
Peor aún, muchos opinan con la autoridad de quien ya tiene la razón, como si jugaran con dados más cargados que una ruleta de feria de pueblo. El pensamiento ya viene con resultado puesto, y la crítica se vuelve una simple coartada estética. No analizan: sentencian. No dialogan: pontifican.
Cabezas parlantes y bocas rentadas: el nuevo prestigio del que aplaude fuerte
Cuando el supuesto intelectual habla no para pensar, sino para congraciarse, su discurso deja de ser herramienta crítica y se convierte en lisonja con pretensiones académicas. No razona: endulza. Opina en la frecuencia exacta que el poder necesita escuchar, y su pensamiento se vuelve moneda de cambio en la licitación del prestigio. Así, el intelecto se prostituye para acceder al banquete del botín público, ese festín donde las ideas se ajustan al presupuesto y las convicciones a la coyuntura.
“Algunos cuidan más su reputación que su conciencia, olvidando que la segunda es la que duerme con ellos.”
“La opinión pública es el aplauso de los que no se atreven a subir al escenario.”
Intelectuales por encargo, sin importar ofrecerse como arlequines
Hay quienes harían piruetas semánticas con tal de entrar en la grilla del poder. Se mimetizan, se ofrecen, se ajustan. Son arlequines del discurso, cambian de máscara según el evento y citan según el público. No les importa tanto lo que dicen, sino quién los escucha. Y menos lo que producen: basta con que les garantice un lugar en la foto.
Otros, que alguna vez caminaron con una ética de hueso duro y convicciones de otro siglo, hoy se deslizan en una moral de plastilina maleable. Se transformaron en freelancers del pensamiento, alquilando su lucidez al mejor postor mediático. Convirtieron el comentario en sustento, la opinión en salario, y su discurso a veces elegante, siempre funcional en eco refinado del guion que les llega directo desde el búnker presidencial. Ya no está claro si piensan, o simplemente interpretan su papel con buena dicción.
Y, sin embargo, el verdadero aporte intelectual el que duele, el que toca hueso no siempre se firma. A veces aparece en una conversación con una madre que crio cuatro hijos sola. A veces en la rabia lúcida de un albañil que entiende mejor la estructura del poder que muchos doctores en sociología. A veces en el arte, en la risa, en la desobediencia.
Pensamiento que incomoda, no que cotiza
Como dijo George Orwell:
“Cuanto más se desvían las sociedades de la verdad, más odian a los que la dicen.”
Ese, tal vez, sea un termómetro más honesto para detectar la intelectualidad: ¿a quién incomoda? ¿qué sacude? ¿qué transforma?
Un intelectual real no se autoproclama. Hace preguntas incómodas, ofrece ideas fértiles, acepta sus contradicciones y, sobre todo, no olvida que la humildad también es una forma de inteligencia. Porque pensar cuando es honesto no es un acto de superioridad, sino de servicio.
La pregunta no es quién es intelectual, sino para qué sirve.
¿Sirve para que una sociedad deje de repetir los mismos errores como si fueran costumbres sagradas?
¿Sirve para romper los discursos huecos que se reciclan con distintos logos?
¿Sirve para construir puentes o solo para pintar murales con palabras rimbombantes y eslogans oficiales?
Y si no sirve… entonces no es intelectual.
Es solo un publicista con pretensiones.
Y dados cargados.
Esta reflexión no se trata de una competencia de diplomas ni de ver quién cita a más autores por minuto como petulancia con derroche intelectual. Esta no es una discusión sobre quién es “más” intelectual o académico, sino sobre para qué y para quién sirve ese pensamiento. Porque al pueblo ese que no vive entre humos teóricos ni cantares de sirena no le interesan los malabares verbales, sino las ideas que bajan al suelo, que empujan la rueda, que ofrecen algo más que solemnidad en cuotas. Pensar, en serio, es ayudar a desatascar la historia, no decorarla.
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