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El Salvador. Estado de Excepción 40 prórrogas, ¿seguridad o castigo sin fin?

«De pandillas a prisiones: no es el martillo, es quién lo empuña y para qué».
Por Miguel A. Saavedra.
Estado de Excepción: 40 prórrogas, el miedo cambia de rostro. Lo que comenzó como un escudo contra la violencia pandillera en marzo de 2022 –87 vidas segadas en un fin de semana– se ha transformado en una sombra que cubre a El Salvador. De pandillas a prisiones: no es el martillo, es quién lo empuña y para qué. El régimen de Nayib Bukele, blandiendo la promesa de seguridad, ha convertido un instrumento de emergencia en un arma de control, donde el temor a las pandillas ha dado paso al miedo al Estado mismo. Con más de 85,000 detenciones, cientos de muertos en cárceles y derechos fundamentales suspendidos, el martillo de la ley golpea sin distinguir entre culpables e inocentes. Periodistas, defensores de derechos, campesinos y vendedores ambulantes caen bajo el mismo yugo, mientras la narrativa oficial, amplificada por medios e influencers, glorifica un «modelo exportable» que huele a dictaduras del pasado. Este análisis crítico desmonta el espejismo de la seguridad, confronta el uso perverso de la excepción y propone un camino hacia una justicia que sane, no que castigue. Porque un país libre no se construye con cadenas, sino con verdad, esperanza y una seguridad que no sacrifique la dignidad de nadie.
El argumento oficial, amplificado por influencers, youtubers y medios afines, presenta esta estrategia como un éxito rotundo; los homicidios cayeron de 496 en 2022 a un mínimo histórico, y las extorsiones se han reducido significativamente. Sin embargo, esta narrativa simplista oculta una realidad alarmante: el Estado de Excepción se ha convertido en un instrumento de represión que no solo persigue a pandilleros, sino que silencia a opositores, defensores de derechos humanos, periodistas y ciudadanos comunes.
El uso discrecional del martillo: represión más allá de las pandillas donde el problema no radica en la existencia del Estado de Excepción con el pretexto de combata a las pandillas cuyos crímenes han dejado heridas profundas en la sociedad salvadoreña, sino en el uso arbitrario y perverso del Estado de Excepción. Las detenciones masivas, basadas en sospechas, denuncias anónimas o apariencia física (como tatuajes o vivir en comunidades estigmatizadas) o estudiar en institutos donde solo van los pobres, han resultado en la encarcelación de miles de inocentes. Amnistía Internacional documentó que muchas detenciones se realizaron sin órdenes judiciales ni investigaciones previas, con un uso excesivo de la fuerza y una política de cuotas que presiona a la policía para arrestar sin pruebas.
El sistema judicial, cooptado desde 2021 con la destitución de jueces independientes y la imposición de aliados del régimen, ha habilitado juicios masivos hasta 900 personas a la vez donde la presunción de inocencia es inexistente. Las reformas legales han eliminado límites a la prisión preventiva y endurecido penas para delitos vagamente definidos como «asociación ilícita», permitiendo detenciones indefinidas sin debido proceso. Al menos 400 personas han muerto en custodia estatal, muchas con signos de violencia o por condiciones inhumanas o por falta de atención medica de sus enfermedades agravadas, así como hacinamiento, falta de atención médica y desnutrición. Niños, mujeres y personas sin vínculos con pandillas han sido víctimas de torturas, desapariciones forzadas y abusos sexuales.
Este modelo, presentado como un éxito exportable, recuerda a las dictaduras latinoamericanas del siglo XX, donde la seguridad se usaba como pretexto para consolidar el poder. La persecución de voces críticas como la abogada Ruth López o el Lic. Enrique Anaya demuestra que el Estado de Excepción no solo combate pandillas, sino que reprime a cualquiera que desafíe al régimen.
El apoyo popular: ¿venganza o hartazgo?
Encuestas como las de la Universidad Centroamericana muestran que más del 80% de los salvadoreños apoyan el Estado de Excepción, un respaldo que refleja el trauma colectivo de décadas de violencia pandillera. Las pandillas, responsables de homicidios, extorsiones y desapariciones, dejaron a comunidades enteras en un estado de terror. Sin embargo, cuando las encuestas detallan las violaciones de derechos detenciones arbitrarias, suspensiones de garantías, el apoyo cae al 30%, sugiriendo que muchos aprueban sin comprender plenamente las implicaciones.
Este respaldo no es solo una búsqueda de seguridad, sino una expresión de enojo y deseo de venganza por las heridas del pasado. Las víctimas de las pandillas, que nunca recibieron justicia ni reparación, ven en las medidas de Bukele una forma de desquite. Sin embargo, esta narrativa de «seguridad a cualquier costo» perpetúa un ciclo de violencia: el Estado reemplaza la brutalidad de las pandillas con su propia violencia institucional, castigando a inocentes y profundizando la desconfianza en las instituciones.
Las heridas del pasado y la ausencia de justicia restaurativa El Salvador carga con un historial de violencia estructural, desde las masacres de la guerra civil (1980-1992) hasta los crímenes de las pandillas en las últimas décadas. Comunidades rurales y urbanas aún lloran a sus desaparecidos y asesinados, sin que las instituciones hayan ofrecido reparación o reconocimiento. En lugar de promover una justicia restaurativa que sané estas heridas como lo han pedido las víctimas de la guerra, el gobierno opta por una represión generalizada que no distingue entre culpables e inocentes.
La justicia restaurativa, que implica reconocer los daños, garantizar la no repetición y ofrecer reparación simbólica o material, podría romper el ciclo de venganza. Sin embargo, el Estado de Excepción prioriza el espectáculo de la seguridad despliegues militares, fotos de detenidos hacinados sobre soluciones integrales que aborden las causas de la violencia, como la pobreza, la exclusión social y la falta de oportunidades educativas.
Hacia una seguridad multidimensional que demuestra que la seguridad no se reduce a caminar sin miedo a ser asaltado ni amenaza para la vida; sino implica vivir con dignidad, acceso a salud, educación, empleo y un entorno que fomente la felicidad. En lugar de 40 prórrogas del Estado de Excepción, El Salvador necesita: Políticas de prevención, que buscan alejar a los jóvenes de las pandillas mediante bibliotecas, actividades culturales, deportivas y centro de aprendizaje de habilidades para el trabajo, sí serían un paso positivo, pero se limitan a la represión y a la cárcel como única salida. Se requieren más inversiones en educación, formación vocacional y empleo para atacar las raíces de la violencia.
Justicia restaurativa: Establecer mecanismos para reconocer y reparar el daño causado por las pandillas y el Estado, promoviendo el diálogo entre víctimas y comunidades para sanar el trauma colectivo.
Reforma del sistema judicial. Hay que Restaurar la independencia del poder judicial, garantizar el debido proceso y eliminar las cuotas de detenciones arbitrarias. La justicia debe perseguir a los verdaderos responsables, no fabricar culpables.
Producción y desarrollo: En lugar de megaproyectos propagandísticos como el «Aeropuerto del Pacífico» o la «Ciudad Bitcoin», el gobierno debería priorizar la producción de alimentos que ha caído en 40% en los últimos años, el fortalecimiento de MiPymes que pesar de no haber extorsiones no arranca su productividad por una economía que solo mejora para los grupos de poder y los bitcoineros y el acceso a crédito para pequeños negocios, que generan estabilidad económica y social. Cultura de diálogo donde se abran espacios para que ciudadanos, vecinos y comunidades discutan sin miedo, rompiendo la narrativa de polarización y enfrentamiento. Las denuncias de abusos, como las documentadas por Human Rights Watch y Cristosal, deben ser escuchadas, no silenciadas.
Los comentaristas oficiales prepago mantienen la narrativa simplista de que no apoyar la continuidad del régimen de excepción es estar en contra de la seguridad. Lo que la ley establece como excepcional, ahora es una norma que lleva 40 prórrogas, revalidadas cada vez que el «botón legislativo» de la supermayoría lo aprueba por orden del ejecutivo.
El miedo a la vuelta de la delincuencia es una herramienta de sometimiento que se traduce en ganancias electorales, convirtiéndose en la única promesa electoral. El gobierno inventa casos, capturas, supuestos hechos donde a cualquier persona se le «monta» un caso desde la «fábrica de pruebas» (fiscalía y entes judiciales), y automáticamente va a la cárcel sin opción de prueba y descargo, donde los medios presentan a la gente como ya juzgada, haciendo un vil trabajo al régimen donde la presunción de inocencia brilla por su ausencia.
Un Futuro Digno: Más Allá del Miedo.
¡Qué alegres estaríamos si en vez de 40 meses de estado de excepción anunciaran 40 meses con medicinas y cirugías ininterrumpidas para el sistema público, 40% de producción de alimentos, 40 nuevas instalaciones técnicas vocacionales inauguradas, o 40 unidades productivas de MIPYMES funcionando y con crédito cada semana! Eso sería una gran noticia. El miedo y terror de grupos malos ahora lo utiliza el poder del Estado para mantener a la gente sometida por el temor de que vuelvan, y ese cuento lo mantienen a todo nivel de medios, funcionarios y sus redes. La creatividad debe vencer la retórica y la narrativa esclavizante en la mente de la gente y romper el hechizo.
Es tiempo de que la gente busque otra canción y otro ritmo para seguir, no solo sobreviviendo, sino aspirando a mejores espacios de seguridad multidimensional. Porque seguridad no es solo poder caminar sin que te dañen o te maten; es contar con muchas condiciones para vivir dignamente: salud, educación, vivienda, trabajo y felicidad plena, particular y en tu entorno familiar, comunitario y, por ende, de un país con otra cara, sin mega propaganda y renders millonarios que anuncian playas de bitcoiners a la par de cárceles de alquiler, y tener estándares de vida dignos de un país de verdadero desarrollo y progreso.
Cuando la justicia retome su rumbo y convierta sus formas y métodos para controlar sin restringir derechos, y la gente que busca sin quererlo venganza por lo sucedido, reflexione desde la fe o desde las instituciones que existen formas civilizadas para corregir las desviaciones, sin querer que a los demás les suceda lo mismo y parar ese sentimiento de ojo por ojo. Claro, sin pretender justificar el daño que sufrieron, sino buscando otras formas restaurativas que exigir a las instituciones correspondientes. Los salvadoreños merecen una canción nueva, un ritmo que hable de progreso real: 40 meses de hospitales equipados, 40 escuelas técnicas inauguradas, 40 unidades productivas apoyando a comunidades. Un país que aspire a la seguridad multidimensional no puede construirse sobre celdas hacinadas ni derechos suspendidos, sino sobre la promesa de una vida digna para todos.
Un tambor de reconciliación.
El Estado de Excepción en El Salvador, tras 40 prórrogas, ha dejado de ser una medida de emergencia para convertirse en un instrumento de control político y social. Si bien las pandillas han sido debilitadas, el costo miles de detenciones arbitrarias, cientos de muertes en custodia, el silenciamiento de voces críticas– es inaceptable en un país que aspira a la democracia. La sociedad, marcada por el dolor de la violencia pasada, no debe caer en la trampa de la venganza ni aceptar la represión como solución.
Es hora de exigir una seguridad que no sacrifique derechos, una justicia que sane en lugar de castigar y un futuro que priorice la dignidad sobre el espectáculo. Porque un país verdaderamente seguro no se construye con miedo, sino con esperanza, verdad y reconciliación.
Si el régimen de Nayib Bukele presume de haber diezmado a las pandillas y consolidado un poder total, con una justicia que opera como un despacho privado del Ejecutivo, ¿por qué no restablecer la justicia en términos normales, como en cualquier país civilizado? ¿Por qué mantener la suspensión de derechos fundamentales, encarcelando a inocentes junto a culpables, si el control del país está supuestamente asegurado? Estas preguntas, que los oficialistas y sus voceros evaden con narrativas de miedo y espectáculo, revelan el uso perverso de un artificio legal diseñado no solo para combatir la delincuencia, sino para perseguir a periodistas, defensores de derechos, campesinos y cualquier voz disidente.
La sociedad salvadoreña, marcada por el dolor de décadas de violencia, merece más que un ciclo de represión disfrazada de seguridad. Es hora de exigir una justicia que sane, no que castigue; una seguridad multidimensional que garantice dignidad, salud, educación y empleo, no celdas hacinadas ni silencios impuestos. Porque un país verdaderamente libre no se construye con cadenas ni con la ilusión de gobernantes eternos, sino con verdad, reconciliación y la valentía de romper el hechizo del miedo.
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