Relato de Manuel Alcántara: Dos, cuatro palabras.

Por: Manuel Alcántara Sáez.

Ella no es consciente en su proceder que sus actos ratifican lo que para Sigmund Freud significaba la civilización que comenzó la primera vez que una persona enojada lanzó una palabra en lugar de una piedra. No lo sabe ni le importa. Además, no está enfadada. Sufre un dolor que el tiempo no ha sido capaz de paliar. No es enojo, es una herida que todavía sangra y que intenta vanamente aliviar con palabras. La mayor parte de las veces son dos. En otras, las menos, son cuatro. Se alojan en lo que ahora llaman el ciberespacio. Nunca reciben respuesta alguna. Ella lo sabe y no espera nada. Le da igual. Siente que es su deber. No por el hecho de querer reivindicar un acto civilizatorio. No. Es más simple. Se trata de mandar palomas mensajeras cuyo retorno no está previsto, pero de las que confía que su vuelo cumple la misión encomendada.

Cuando tenía 45 años se enamoró de él. Entonces, había perdido toda ilusión de encontrar un compañero con quien conllevar sus cuitas y acompañar sus afectos, pero aquel día en que se encontraron en el taxi que él conducía supo que nunca se bajaría del vehículo que iban a configurar sus brazos. Ella trabajaba como empleada doméstica con una familia a la que le condujo el vínculo que compartían del pueblo natal en el sur. En aquel piso de clase media llevaba 25 años desde que llegó a la gran ciudad. La boda puso fin a un breve noviazgo, le abrió las puertas de un nuevo hogar y dio paso seguido a una vida primorosa de cariños, compañía y sencillos proyectos compartidos. Nunca lo habría imaginado. La felicidad florecía. Los pequeños gratos momentos se acumulaban gestando una cascada que mezclaba la placidez con un tipo de seguridad y aplomo íntimos del que había carecido hasta entonces. Así pasaron 20 años. No fue un tiempo monótono ni las rutinas mellaron la existencia.

Pero un día recibió un aviso de la guardia municipal que había descubierto el cadáver de un hombre dentro de un taxi que requería ser identificado. Un infarto de miocardio lo había sorprendido en una parada en una jornada que no estaba siendo especialmente pesada. Nadie se percató de lo sucedido hasta pasadas un par de horas siendo ya cualquier intervención extemporánea. En el asiento contiguo yacía un cuaderno de crucigramas abierto y un bolígrafo. En la guantera guardaba una agenda gris que contenía pensamientos sueltos manuscritos, frases que habían llamado la atención al taxista de pasajeros inquietos, breves poemas suscitados por momentos de melancolía, aunque también de euforia. Cuando la agenda quedaba llena se la entregaba a ella en un acto de amor supremo. Así había hecho en tres ocasiones con sendas libretas de color verde, azul y naranja, respectivamente, que luego ella atesoraba en la gaveta como la más valiosa de sus joyas.

Ella tardó en recuperarse y el vacío se apoderó de su vida. A la caída de la tarde, cuando regresaba al piso tras su jornada laboral en la casa de siempre que ahora alternaba con otros servicios, la tristeza se alzaba como un manto inmarcesible imposible de arrinconar. Cuando los días eran más largos, sentada en el balcón perdía su vista en el deambular que se apoderaba de la calle estrecha donde vivía. Al fondo entreveía las copas frondosas de los árboles de la placita del barrio a la que había renunciado a ir pues los recuerdos que le suscitaban eran demasiado onerosos. La noche le sumía en un profundo letargo que, sin embargo, no facilitaba el sueño que tardaba en apoderarse de ella.

Sentía la proximidad del hombre que había sido su razón de existir y cuya presencia viva la mantenían aquellos cuatro cuadernos cuyas hojas pasaba con primor deteniéndose en frases, palabras de resonancia llamativa, anécdotas contadas con gracejo. A veces se preguntaba cómo él había adquirido aquella prestancia si nunca accedió al bachillerato y se arrepentía una y otra vez de no habérselo preguntado.

Un día escuchó al hijo de la familia a la que había servido toda su vida cuya edad era próxima a la suya algo acerca de la memoria digital. Aunque al principio estuvo desconcertada, enseguida no le costó entender que el material escrito en los mensajes de correo electrónico desde sus inicios allá a mediados de la década de 1990 se acumulaba de manera imperecedera y trascendía a la muerte de quienes fueron su origen. Así, desde su cuenta de correo uno podía revisar pasajes vitales compartidos, así como diálogos mantenidos hace años con personas ya fallecidas, las que, por otra parte, tendrían a su vez guardados todos sus mensajes intercambiados con cientos de contactos sin que, posiblemente, nadie los recuperara. Se daría un escenario no solo de reivindicación del pasado sino, en cierto sentido, de mantenimiento vivo de su presencia.

Durante mucho tiempo había pensado comprar cuatro cuadernos con los mismos colores que aquellos que guardaba en el cajón de su mesilla para escribir en ellos glosas a todo lo que él había ido registrando, pero se sentía impotente. Apenas había ido dos años a la escuela en su pueblo y la escritura le costaba mucho. Las ideas que le fluían en la cabeza cuando releía aquellas páginas se confundían con las que debatió en su momento con él y todo constituía un galimatías complejo que era incapaz de resumir ni, peor aún, de transcribir en frases medianamente articuladas. Fue pasado el tiempo que decidió abrir un perfil en una de tantas redes sociales a su taxista segoviano. Desde entonces, cada día manda a esa dirección el más sencillo de los mensajes: “te amo”, que sustituye los domingos cuando el fin de semana languidece por “te echo de menos”. Sabe que ese legado le sobrevivirá permaneciendo para siempre.

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