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¡QUE PINCHE FRUSTRACIÓN!

POR: MIGUEL BLANDINO.
A mis años no se me agota la fascinación por la lectura. Pienso que los argumentos de cada escritor, de cada pensador, son como una senda llena de sorprendentes vistas que conducen al lector atento al descubrimiento de universos inéditos, aunque los textos se refieran a temas conocidos.
Es que cada uno de los valientes que se atreven a mostrar lo que traen en la mente nos describe el mundo que mira desde su muy particular atalaya. Y de ahí la originalidad, la exclusividad, inigualable, personalísima, de sus discursos.
Es como el registro de las ondas sonoras que emite nuestro aparato fonador o la marca de las huellas dactilares o la forma del iris de cada ojo en la especie humana: la manera de concebir y expresar el mundo es irrepetible.
Cuando éramos pequeños, y mi hermano y yo íbamos al preescolar -que no era una escuela sino la casa de una maestra jubilada donde pasábamos el día un grupito de niños y niñas, la niña Rosita de Avilés- nos comenzaron a entrar en la mente letras sueltas y después sílabas y luego palabras y conjuntos de palabras que al relacionarse cobraban sentido. Y los números y los colores y figuras de toda clase de formas.
Para ese tiempo mi papá regresaba del trabajo con los ejemplares diarios de los dos periódicos de mayor circulación con los que tenía suscripción su empresa y en los que se ponían anuncios que tenía que verificar que aparecieran en tiempo, forma y lugar, según el contrato.
Pero lo que le interesaba era que cada uno de nosotros le leyera una noticia, desde el título, la ciudad y la fecha, la agencia de prensa, y todo lo demás.
De repente, los nombres de las capitales y ciudades de los diferentes países, sus lugares de interés o personas de las más variadas actividades, tan destacadas como el Papa o el emperador de Japón, un deportista o pintor, una actriz o un médico, se fueron grabando en nuestras conexiones neuronales o sinapsis. Era como ir prendiendo las luces a medida que avanzábamos por este camino que se llama vida.
Y “de ahí pa’l real”. Nunca se nos quitó el gusto por la lectura.
Ahora, ya viejo, me sigue picando en algún lugar del alma cada vez que veo un título que se me antoja interesante. Y si no puedo conseguirlo, comprado, prestado o robado, las ganas no se me quitan.
Así fue como por fin, para no quedarme solo con las ganas, me desgracié con los audiolibros.
Al principio me resistí a la tentación. Después me dije “probemos”. Al final, pero solo como placebo, antes de dormir, me ponía algún “lector” virtual para que me leyera algo de un autor, conocido o no.
No importaba si me quedaba dormido. Solo quería volver a estar con Jorge Isaacs o Rómulo Gallegos, para emocionarme de nuevo con Doña Barbara o con María, las novelas de la escuela primaria. Ver al Mío Cid en combate o a Don Quijote.
Y todo fue bien, el sueño llegaba dulce y plácido, aunque solo hubiera “leído” las primeras páginas porque conocía el camino.
Después busqué y encontré a Edgar Allan Poe, a Dickens, a Schiller, Goethe y hasta a los hermanos Grimm.
Eran noches de fábula. Bibliotecas abiertas de par en par para darme un atracón de historias cada noche.
No era nada de ciencia ni de filosofía o política. Esas cosas requieren de toda mi atención, porque me interesan de modo vital. Y, por lo mismo, me quitan el sueño y puedo pasarme toda la noche pensando, reflexionando, ocupándome y preocupándome.
A la hora de acostarme prefiero leer algo divertido, relajante, intrigante, pero que yo soy consciente de que es ficción.
Así llegué a poner audios de Ágatha Cristie y de Arthur Conan Doyle. Sin duda, con Poe y Dostoyevski, de mis preferidos de la adolescencia.
Y justamente en esos días comencé a tener insomnio. Una sensación de disgusto inidentificable. Malestar, un no sé qué, sin razón.
La semana pasada supe la razón: los audiolibros.
Resulta que aquellos relatos que yo creí que eran solo unos títulos que no llegaron a mis manos juveniles, eran más falsos que una moneda de treinta y tres centavos.
Bajo el nombre de un autor conocido había un relato construido por inteligencia artificial. Todos los textos están construidos usando un reducido número de palabras, incluso frases enteras se repiten en el mismo orden y todo aquello anticipa lo que viene a continuación y anuncia el final. Es la misma sintaxis, idéntica morfología, frases y palabras que se repiten una y otra vez.
¡Guácala!
Yo conozco a Dan Brown. No importa que libro sea, puedo identificarlo con solo leer un poco de cualquiera de sus libros. Lo paladeo como el catador de café y al instante me doy cuenta muy bien si me gusta o no.
Y puedo decir lo mismo de Saramago, Benedetti, Cortázar, Asturias. De Rosario Castellanos, Elena Garro, Laura Esquivel, Isabel Allende, o la Poniatowska.
Cada cual a cual más fascinante, por su estilo único e incomparable. Insustituibles porque son seres humanos.
¡Qué frustrante para mí!
¡Qué suerte tienen los que jamás tuvieron un libro de verdad entre sus manos! A ellos no les dará asco la bazofia.