
La aporofobia en la política de Nayib Bukele. La aporofobia en el «modelo de seguridad»: el castigo al pobre.
Por: Mauricio Manzano.
La aporofobia en la política de Nayib Bukele. Parte uno. La aporofobia en el «modelo de seguridad»: el castigo al pobre.
En El Salvador, el «éxito» del presidente inconstitucional de Nayib Bukele en la lucha contra las pandillas ha elevado la seguridad a un nivel significativo. Sin embargo, bajo el manto de la popularidad y la tranquilidad recuperada, se esconde una verdad incómoda el «modelo de seguridad» de Bukele no solo combate el crimen, también institucionaliza la aporofobia, el miedo y el odio hacia el pobre.
La aporofobia, término acuñado por la filósofa Adela Cortina, se refiere al rechazo y odio, no al extranjero o al diferente, sino al pobre, al que no tiene nada. En la política de Bukele este rechazo se ha convertido en un instrumento de control social que fusiona la pobreza con la criminalidad.
El estigma al pobre se ha convertido en prueba de culpabilidad. Ser pobre es ser sospechozo de delincuente. El régimen de excepción, la piedra angular que sostiene el «modelo Bukele», ha operado bajo la premisa de que el pandillero es sinónimo de marginalidad. Las detenciones masivas que han superado las 75,000 personas se han concentrado en los barrios y comunidades más vulnerables y empobrecidas de El Salvador.
Este enfoque deja ver con claridad que:
- La apariencia condena. La falta de recursos, el lugar de residencia, la vestimenta o incluso los tatuajes (muchos sin relación con pandillas) se convirtieron en sospechas razonables para la detención. En la práctica, en El Salvador ser pobre y vivir en un barrio pobre basta para perder la libertad.
- La eliminación de garantías. La suspensión de garantías constitucionales, como el derecho a la defensa y la presunción de inocencia, golpeó con mayor saña a quienes carecen de recursos económicos. El pobre inocente, detenido por error o abuso, no tiene un sistema de justicia independiente que lo proteja, sino una lotería judicial donde su liberación depende de la capacidad burocrática del Estado o de la presión social, no del derecho.
- El silencio de las víctimas. Las miles de familias que claman por la liberación de un ser querido inocente son, en su mayoría, de escasos recursos. Su voz es sistemáticamente ignorada o desacreditada por la narrativa oficial, que las tacha de «aliadas» de los pandilleros. La aporofobia aquí se traduce en indiferencia institucional hacia el sufrimiento del desposeído.
- El contraste del desarrollo.
La política de seguridad de Bukele se distingue por la grandilocuencia de sus obras penitenciarias como el CECOT y su implacable discurso de mano dura. Sin embargo, este enfoque no ha estado acompañado de una estrategia social y económica comparable para combatir las raíces estructurales de la violencia, la desigualdad, la exclusión y la falta de oportunidades.
El castigo ha sido la solución final y casi única. El gobierno ha optado por encerrar el problema en lugar de desmantelarlo desde su estructura social, esto refuerza el mensaje subyacente de que la mejor política pública para los pobres no es la inversión en su desarrollo, sino el control punitivo y la represión.
No se duda que disminución y control de la violencia pandilleril, producto de un pacto con los lideres de mareros, segun investigaciones periodísticas, ha brindado una paz innegable. Pero si la paz se construye a costa de criminalizar un estrato social completo y de sacrificar las garantías de los más vulnerables, entonces la seguridad se convierte en un instrumento de limpieza social, no en un pilar de la justicia.
En fin, el «Modelo Bukele» nos obliga a preguntarnos en rigor ¿Es esta una guerra contra el crimen organizado, contra los delitos de cuello blanco o contra un cierto tipo de ciudadano en particular?
La respuesta a la aporofobia nunca puede ser más represión, sino el reconocimiento de la dignidad inherente a todo ciudadano, independientemente de su riqueza. El Salvador, al ganar la batalla contra las maras, corre el riesgo de perder la guerra moral, legitimando un sistema que mira al pobre no como un sujeto de derechos, sino como un objeto de sospecha y confinamiento. La verdadera justicia no solo debe liberar a las calles del miedo, sino también al pobre del estigma, el rechazo y odio a la clase pobre, ahora más pobre del país, en la política del gobierno es evidente.